Inventario de una expedición





Selección, prólogo y notas
Edel Morales

Inventario de una Expedición

La tarde del 6 de octubre de 2003 estábamos en el Mirador de Malones, mientras caía el sol sobre la amplia bahía de Guantánamo. Liudmila Quincoses insistía en la necesidad de una foto de grupo que dejara memoria gráfica del suceso, con ella al centro, y Ariel Barreiro me dijo: “Dame un kilo de audio nada más y armo un concierto aquí que los va a dejar locos a todos”. Éramos una treintena de poetas y trovadores juramentados en la tardenoche de aquella montaña, con la Base Naval a nuestros pies y la expectativa, el dolor, la rabia de observar a simple vista el pedazo de suelo nacional ocupado por Estados Unidos, el campo de prisioneros talibanes hacia el este, las luces de los autos que transitaban frente a nosotros y, más cerca, las líneas de demarcación, el territorio minado, las postas cubanas y norteamericanas.
Habíamos llegado al Mirador en el último minuto posible, después de romper lanzas contra viejos molinos, asumir que La Estrella de Cuba era “única e indivisible”, y visitar la unidad del Batallón de la Frontera destacada en la zona este de la Bahía. Era el segundo día de un recorrido de quince que había comenzado en el Mausoleo a José Martí, en Santiago de Cuba, y nos llevaría por todas las provincias del país, en una gira de homenaje al Bicentenario de José María Heredia, organizada por el Instituto Cubano del Libro y la Asociación Hermanos Saíz de escritores y artistas jóvenes. Varias jornadas más tarde, luego de “invadir” poéticamente el centro del país, visitar el Mausoleo del Che, y ganar a verso limpio nuestra batalla de Santa Clara, Teresa Melo y Eduardo Sosa, espíritu y milagro del grupo, coincidirían en destacar la unidad y desprendimiento de los integrantes de la gira como lo más trascendente de esos inolvidables días de (re)conocimiento del país y de nosotros mismos .
El 20 de octubre, día de la cultura nacional, en el momento de la última presentación en Ciudad de La Habana, acumulábamos un agotamiento antiguo, pero era mayor la alegría y certidumbre de quien se sabe feliz participe en un evento que lo trasciende y que quizá sin su aporte hubiese quedado incompleto. Trabajamos sin descanso, respirado a pulmón lleno el aire del país: habíamos (re)descubierto la patria en su continuidad y compartido con su gente, bailado en sus madrugadas, realizado 62 lecturas y conciertos para unas 10 000 personas en parques y plazas, universidades y teatros, librerías, fábricas, hospitales, prisiones, tabaquerías, unidades militares, escuelas de enseñanza media, barrios y comunidades… de las catorce provincias del país, con públicos diversos que se involucraron en la propuesta de un arte de vanguardia, sin concesiones . Nos alegraba también la variedad del intercambio con artistas jóvenes de los territorios visitados, que amplió el alcance y significado de la gira al interior del movimiento artístico. Carlos Augusto Alfonso lo resumiría así: “El viejo anhelo de juventud de recorrer la Isla como saltimbanqui (actuando e interactuando con todos los sectores sociales) ahora se ha cumplido en compañía de grandes artistas y extraordinarios seres humanos” .
Este libro -al cual me parece de rigor conceder el mismo nombre de todo el proyecto, La Estrella de Cuba- quiere dejar memoria escrita de una expedición singular de la poesía por la patria profunda, hacer un inventario de textos de los poetas que participaron en aquella gira-homenaje al fundador del alma nacional, José María Heredia, en el año de su Bicentenario. No se limita, sin embargo, a cumplir ese alto propósito, que por si solo lo justificaría. Si algo satisface en la mayoría de estos poemas es que son expresión de una autenticidad a prueba de artificios, modas, dogmas y escuelas literarias. Su diversidad temática y estilística revela muchas de las claves características de la poesía cubana contemporánea (tan dada a poéticas más o menos clonadas o dialogantes pero también a estéticas contrapuestas y hasta excluyentes entre sí), sin que se resienta demasiado el tránsito de un poeta a otro, la obligada dramaturgia de su discurso combinado. La obra reunida en estas páginas es, de tal suerte, una suma muy representativa de qué y cómo escriben en cada una de las regiones culturales del país los poetas cubanos nacidos después de 1960, integrantes de dos promociones distintas mas no necesariamente enfrentadas en su (re)visión del sentido y utilidad específica de la poesía.
Todos los poetas que participaron en la gira y aparecen ahora reunidos en estas páginas son muy atendibles y pertenecen a lo que se ha dado en llamar la vanguardia artística joven, pero no es esta una antología de la joven poesía cubana, en el estricto sentido que tal definición supone. No pretende serlo. Me haría sentir incómodo cualquier amago de reducir la poesía cubana más reciente a estos nombres o a estos textos. Faltan aquí autores y poemas sin los cuales es imposible plantearse tal propósito. Por una razón u otra no estuvieron esos poetas en el suceso cultural que aquí hemos venido reseñando, al que se ajusta la muestra presentada. Otra vez será, y con el mismo gusto, como solía decirnos Bola, en sitios ya innombrables.
Hay aquí, como corresponde, afinidades y disidencias entre autores distintos y voces individuales muy claramente perceptibles. Varias maneras tendría de relacionarlos: desde sus temas recurrentes y sus prácticas escriturales hasta sus años de formación, sus principales influencias y sus licores predilectos. Pero no me decido por ninguna. Frente a este libro, estos autores, no logro evitar la irracional emoción de recordarlos entre comarca y comarca, diciendo sus textos, firmando libros y autógrafos, todos el mismo y diferentes al conjunto, bajo la desazón y el confort que provoca un(a) nuevo(a) lector(a) seducido(a) por ese poem(it)a y no por otro, aunque nuestras ilustradas mentes discrepen de elección tan impensada.
Cada poeta es un universo que se expande o contrae o deteriora, cada poema un mundo por agotar o desdibujarse, cada verso una puerta que se abre a nuevas interrogantes. Y dentro del caos que alguna vez estructuramos en palabras para intentar encontrarle un sentido, el Lector común, ese desconocido que nos aleja de la sinrazón y detiene el salto a la locura, elige a su manera, según sus referentes, los textos propicios para intentar su propia pregunta. Él señalará en las páginas que siguen aquellos que prefiere para sí y hará marquitas, acotaciones, notas al margen, recordará o buscará otros poemas en libros de este o aquel autor. Sin embargo, no puedo dejar de llamar su atención sobre el hecho de que tiene aquí a la mano a muchos de los más reconocidos poetas cubanos jóvenes de ahora mismo , varios de ellos simplemente indiscutidos e indiscutibles, que se hacen acompañar de unos amigos menos promocionados pero igualmente valiosos. Le propongo penetrar a un espacio donde puede vivir una vida distinta, elegir un verso y regresar más tarde por otro, sin temor a causar molestias.
Adelante. Suyo es todo lo que la poesía ofrece.



Edel Morales
Bahía. Primavera del 2004.

[1]La Estrella de Cuba, considerado el primer poema revolucionario cubano, es seguramente una de las obras de la literatura nacional donde mejor se revela el drama de “aquel que es humano” y emprende un proyecto emancipador. Dice José Martí: “El primer poeta de América es Heredia. Sólo él ha puesto en sus versos la sublimidad, pompa y fuego de su naturaleza. El es volcánico como sus entrañas, y sereno como sus alturas”. Ángel Augier, el más exhaustivo investigador de su obra, considera a Heredia “el primer poeta que expresó el intenso sentimiento patriótico de los hijos de Cuba, y la decisión de conquistar por las armas la independencia y libertad de la patria”. En octubre de 1823, después del fracaso de la independentista Conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar en la cual había participado, mientras era perseguido por las autoridades coloniales, “Heredia escribe La Estrella de Cuba, su primera poesía revolucionaria cubana. Convierte a la estrella solitaria en símbolo de cubanía, pues años después la estrella pasaría a la bandera cubana, como la palma a la que le canta en su oda Niágara adornaría el escudo nacional”, nos recuerda Leonardo Padura. Roberto méndez precisa que es “el primero de una serie de poemas donde abiertamente reclama la independencia del país”. Heredia había nacido el 31 de diciembre de 1803, en Santiago de Cuba, tenía 19 años, iba a cumplir los 20, pero lo haría lejos de su amada isla, pues el 14 de noviembre comienza su destierro, del cual no regresaría hasta 13 años después, con un permiso de dos meses. Moriría el 7 de mayo de 1839, a los 35 años, en México, donde permanecen sus restos, que nunca fueron identificados. De ahí el nombre del proyecto de homenaje, tiene ese sentido de utopía y posibilidad infinita.

[2]Para una rememoración detallada de la gira y su significación tanto para la cultura del país como para los poetas y trovadores participantes, sugiero consultar los dossier dedicados a La Estrella de Cuba por El Caimán Barbudo, La Jiribilla y Cauce, entre otras publicaciones que dieron noticia ampliada de la expedición. Recomiendo en particular los artículos El corazón con ganas de bajar a ver, de Teresa Melo, y Sin temor a segundas partes, de Arístides Vega, ambos en El Caimán Barbudo, noviembre-diciembre, 2003.

[3]Por su impacto entre los artistas, tuvo especial relieve la visita a lugares de significación histórica, cultural y política muy importantes para el país como el Mausoleo de Martí, la Brigada de la Frontera, la Plaza de la Patria, Birán, la Casa Natal de Ignacio Agramonte, la Trocha de Júcaro a Morón, el Mausoleo del Che, a sitios relacionados con Heredia como la Casa Natal, la Audiencia de Camagüey o el panteón familiar en Matanzas y espacios de belleza natural y obra humana impresionante como la comunidad Las Terrazas, en Pinar del Río.
[4]Los conciertos centrales de poetas y trovadores se realizaron siempre con gran profesionalidad, alto rigor artístico y buena asistencia de público (siempre más de 100 y hasta 700 personas) en parques y teatros (Terry, en Cienfuegos, Sala Dolores, en Santiago), plazas coloniales como la San Juan de Dios de Camagüey, espacios institucionales altamente simbólicos para la patria y la poesía como la Sala Caturla en Santa Clara o el Centro Hermanos Loynaz en Pinar del Río y sitios hermosísimos como el Bosque de los Héroes en Holguín.
[5]Alfonso, Carlos Augusto: Recorrer la isla como un saltimbanqui. En La Jiribilla. No. 129, 25 de octubre del 2003
[6]Retrato de grupo (Letras Cubanas, 1989), Un grupo avanza silencioso (UNAM, 1991), Cuerpo sobre cuerpo sobre cuerpo (Letras cubanas, 2000) y Los parques (Mecenas, 2002), pueden ser consideradas las muestras más amplias y representativas de estas promociones. Pero ni esos cuatro libros, ni La Estrella de Cuba, agotan la asombrosa variedad de nombres y propuestas en la poesía cubana más reciente.
[7]Pensemos, para empezar, en el placer de una tertulia o de un libro de poemas con las voces fácilmente reconocibles de Teresa Melo, Carlos Augusto Alfonso, Edel Morales, Pedro Llanes, Nelson Simón, Arístides Vega y Reinaldo García Blanco, ya viejos en eso de ser presentados como jóvenes. Sitúe en la misma sala o tomito a René Coyra, José Manuel Espino, Rigoberto Rodríguez Entenza, Francis Sánchez, Ronel González, José Antonio Taboada, Alberto Sicilia y Alejandro González, todavía levemente menos agotados en librerías y pachangas callejeras. Hágalos acompañar por un gran coro de voces verdaderamente jóvenes, pero en rápida evolución como individualidades de sólida presencia, dígase Israel Domínguez, Kenia Hidalgo, Herbert Toranzo, Alejandro Ponce, Ray Faxas, George Riverón, Katia Gutiérrez, Arlén Regueiro, Marilyn Roque, Frank Castell, Liudmila Quincoses y José Ramón Sánchez. En el momento de entrar o abrir este libro, rememore el disfrute que produce la música trovadoresca de Eduardo Sosa, Ariel Barreiro, Freddy Laffita, Diego Gutiérrez, Roly Berrío y Pavel Poveda. No dude que será magnífica la composición escénica, pues la dirección corresponde a Fernando León Jacomino. Dispóngase a pasarla bien hasta altas horas de la madrugada y espere magníficas sorpresas de antiguos conocidos y nuevos invitados. Entre y pida usted, que esta noche los poetas de La Estrella… invitan.

Reinaldo García Blanco

Nosotros los del 62

Llueve
siempre ha llovido sobre el piso
lugar por el que pasaron los fusilados
como una metáfora alucinante

Solos
y quietos mientras cae el agua en la nación
y sin frutas
o deseos de asirnos por los parques y fallecer, nosotros, los del 62, asistimos a la caída de las estatuas, a ciento ochenta grados de fervor. Se han acumulado las músicas que nuestros hermanos mayores escuchaban luego de las tapias y el vecino de los altos mira con cierta ironía las fotos a la sombra de los abedules. Ahora son otras las canciones tiradas al silencio como una ropa empolvada tras los cristales de los comercios.
Morir por la patria es vivir y tan lindo como besarse en la Alameda. O saltar de un lado a otro y que la almendra se vaya por el césped y no seas multado pues quien sabe si el Che también arrancó un gladiolo y miraba despacio los pechos de su mujer, y nosotros, los del 62, queríamos el espejo y el furgón y ahora cae el agua en el inmenso ajedrez, pobres alfiles míos, notables perdedores frente al tiempo y la Plaza Roja.
Nada más triste que un padre sin argumento. Y en mi casa muchos evitan los noticieros y Berlín es un minúsculo sonido y fotos de un Papá Noel para envidias de una prohibida navidad ahora que es media noche en el país y en la televisión, nosotros, los del 62, cantamos al unísono a las armas valientes corred...



Pequeña oda al Niágara

Ayer
en el jardín botánico
me enseñaron qué era un ciprés
y me acordé del lago
en el que navegaba la barca de la luna
al impulso de sus callados remeros
y me puse a llorar como Heredia
frente a las cataratas
a llorar extranjeramente triste
en el jardín botánico
a la sombra de un ciprés.
El peso de la isla

Mira quién levanta su mano
y ordena los caballos sobre el rostro
ordena este silencio
este murmullo

Han cercenado un municipio
lo han dejado sin agua
sin los tigres del amanecer

Me pongo a cantar el himno de la alegría
me siento en el quicio de la puerta
a ver pasar el cadáver de mi enemigo

Quiero respirar
y no me deja la piscuala

Quiero sacar la lengua
y la provincia me detiene

Pongo los abismos a mis pies
¿Quién reza por mí?



Oh, tempora, oh mores

Yo
como Borges
te puedo ofrecer
la amargura de haber mirado largamente a la luna solitaria
darte estos silencios en los que me ocupo para no regresar al polvo
Tengo a mano la rémora
que no permite cortarme las venas
saltar al vacío
pedir limosnas
Yo
como Poncio Pilatos
estoy destinado a lavarme las manos
mirar por encima del hombro al horizonte
mordisquear esta madera que no es tabla de salvación
que no es algo que divide
que no es el agridulce de la memoria
Esto es parte de lo que tengo y doy
largas caminatas
pocas novias
un eclipse
un amigo inventado
una vez al lado del mar ciego y leve
Eso es
otro mortal más que mortifica tu vida
y lame la sal de tus pechos
y se acuesta y tiene pesadillas
y se acoge a la diáspora del aire
y se queda en silencio
y escribe
y muere
y se despierta para ofrecerte las vísceras
como Dios manda.



Poema para estrenar una camisa blanca

La trajo Pierre de Haití
sin más preámbulo que regalar una camisa

Me asomé a la patria
en la mitad de un mes es decir en la canina
y fui por un desayuno nada estatal
con mi camisa blanca

Pasan tres marineros hablando solos
de esos que llegan al puerto de Santiago de Cuba
besan y se van

Ahí voy yo con mi camisa blanca
con la patria por delante
y todo arde
se cocina
a fuego lento
las viandas de los noticieros

La trajo Pierre de Haití
y todos me elogian
cuando tengo un azul que flota a mis espaldas.



Animal común

He dejado de ir a la Iglesia
y me pongo a regar el jardín en las tardecitas

No recibo cartas que me hablen de la niebla
o de los papalotes encima de los cordeles

Subo
y bajo unas escaleras que no me llevan al cielo

Debo revisar mi cuenta bancaria
quitar el lodo de la puerta
comprar un espejo

Dios sabe estas cosas
y vuelvo al jardín
y tengo miedo.



Ordalías de marzo

Wuiliam Blake cruzó la mano derecha sobre el pecho
y las palomas que dibujaba su mujer se posaron en la ventana

Afuera una lluvia fina modelaba los jarrones
las meretrices se desnudaban
y las muchachas untaban de azogue los espejos

Wuiliam Blake no tenía sombrero
y por las tardes rezaba y escribía poemas
junto al hornillo del patio

Ana Karenina llora por el mozo del ferrocarril
Ofelia cae de bruces
y Eduardo V cierra las puertas por el frío

Todo esto era en marzo, a la misma hora

Al otro lado del mundo
José María Heredia entonaba una canción
y nadie le escuchaba

Marcial Lorenzo sembraba unas begonias
y Patricia Monteverde atravesaba la ciudad de La Paz

Los gorriones comenzaron a cagar las estatuas de los próceres
justo al terminar la tarde

Wuiliam Blake está detenido en el horizonte
y parece tener una mano en el pecho.



Vacas con un mar de fondo

Están ahí. Recostadas sobre el borde azul. Yo las veo. Las dibujo con una mano y con la otra les digo que volveré. Están ahí. Vacas que Dios dispone entre la sal y el resplandor. Ellas se hunden muy despacio en el mar y flotan y mugen y los monteros que saben la costa, los declives, vienen en caballos oscuros y el sol calienta los cráneos. Están ahí breves y concisas como tortugas en fuga. Yo las veo, las dibujo, les digo adiós vacas con mar de fondo mar de Manzanillo, vacas f-1 a litro por tetas vacas que Dios dispone entre la sal y el resplandor.



Foto de familia

Teníamos un aljibe
y más paciencia para buscar en el mapamundi
un lugar llamado Kosovo

Teníamos el reino
y la lealtad

No había un escudo
alguien que regara las plantas del jardín
y jugara con los niños del vecino

Eso fue.



Mi padre bebe té con bergamota y no sabe…

Mi padre bebe té con bergamota
y no sabe que febrero será el mes más cruel

Lo miro detenerse en esos círculos de sangre
en esa música del orine
en la rauda caída de las estatuas

Mi padre bebe té con bergamota
y hace mutis por el ácido
por las esferas azules que acomodo a sus pies

Yo también me asomo a esos abismos
y voy por sábanas limpias
y le digo adiós a las bestias
me acomodo en la heredad
en el azar

Mi padre bebe té con bergamota
y no sabe que muy pronto el esparto
hará de las suyas encima de los huesos
y yo beberé un coñac a su memoria

Salgo a caminar la ciudad
y todo es ámbar
todo es niebla
y por mi lado pasa un galán con enterradores
y quiero llorar por esa oscura vecindad

Mi padre bebe té con bergamota
y palidece
me habla de los sótanos
me pide que la traiga cerezas de Santiago de Cuba
y yo pronuncio como un santo la palabra Adelfa.



Lo dice Kafka

Los besos que se escriben no llegan a destino
son absorbidos en el camino por los fantasmas

No lo he dicho yo

Lo dice Kafka en una carta a Milena

Ahora es octubre
y no hay tisanas ni sobrenombres para poner al fuego
breves artificios para inventar la felicidad

He aquí la paradoja:
la maldita circunstancia del agua por ninguna parte
nos ahoga, nos quita militancia
nos vuelve estibadores de cuatro pisos

Es Octubre y tus Elementales me acorralan
quieren quitarme el salario
me niegan los gatos
atrasan relojes

Es por ello que no te escribo besos
los dejo muy despacio en los libros
en las enaguas del aire

No lo he dicho yo

Lo dice Kafka en una carta a Milena.



Oh , René López que pasáis en la alta noche por la azul epidermis de los mares

Pólvora o cianuro
no importa

El cielo divide las penurias
mutila las músicas que llegan
deja su marca de agua

Ha venido a instalarse la consternación
la hipodérmica entra despacio
los cristales de sal en la boca de los perros
el hueco de una escalera que llama y vuelve a llamar

Discurso de Dios
febrero cruel
casitas de madera al Centro de la Nada

Oh René López que pasáis en la alta noche
por la azul epidermis de los mares
sean breves
regresen a la clara estancia de la vida.

José Ramón Sánchez

VI Ajedrez

En jaque mate comienza la partida.
Y en todo disminuye por el tablero
su enigma interrogado. Y a su contacto bicolor
no me sustraigo, que su contacto fija la mano
a otro descanso si el adversario no me coincide
y va a otro extremo en el tambor batido
por la seca colmena de mi oído.
Y en vano el eco es florecido en otro centro
pues la palabra contraria del ajeno va resultando odiosa
donde habitar los giros del tablón expresivo
que se atrapa y concilia por las esquinas
respiradas del aire sujeto a los cuerpos
y cubierto de palabras hasta el techo
y hambriento casi por el suelo y las hormigas
y las dispersas sombras que se suceden invariables
por objetos cerrados como el cerrado olvido
de cuanto falta para tener el despido que agita.
Por entre horas no rehúso por el juego la sorpresa
volver a mí que expulso de la partida sin ocasiones
(que no concluye) la solución que se da como triunfo.
Están con otra luz las piezas para un barniz de polvo.
Marcadas sin huellas no responden al desastre asumido.
Y para luego su verde tierno de los frutos tiernos
con su deleite comedor que posesiona lo agresivo
de los cuerpos en tales ramas, y en los intentos perdidos
a cada paso de la jugada entregada y posible
si yo la arriesgo al dictado que me impulsa
colgado en el revés seguro y su madera.
Descuelga por gotas el alero su denuncia en las mejillas
acariciadas al llover para abrigar rendiciones y desearlas
mintiendo el apetito de mantener lo vivo porque crece.
Que la partida acabe es mi pregunta. En un peón está
y avanza de nacer finales.



IX Murciélagos

Hay murciélagos. Supuestamente existen:
Yo los creo.
Giros erráticos. Desligada procedencia
los apresura.
Baten. Baten las alas,
y puede tejerse el viento como idea
que se inclina a mis espaldas
y de pronto volverse perpetuo
el deseo de la palabra.
Una. Diez vueltas más y no terminan.
Cualquier paloma es bella imagen,
pero ellos siguen.
¿Adónde?
De vuelta siempre y cierran un círculo mayor.
Están y el aleteo prohíbe el incendio de los sentidos.
Enlazar el espacio con el grito que me pertenece.
O solamente que mis manos marquen el papel.



IX Cubierto el lobo

El lobo: Cordel veloz que por mi odio pasa,
me admite. Estoy asistido por la baba que gasta.
Me supone el vestigio que lleva soportado.
Yo, colmillada fiel y regustada en fuego tenaz.
Fuego que seduce y recibe los rojizos copos de bronce.
Del lobo, la pelambre miente cañaveral de liebres.
Mastico personajes que me iniciaron y habitan.
Entiendo sólo a éste. Su trabazón y el banquete.
Ronquido voraz como un idiota tenido en el sabor
que el gusto concede.
Hablado el sol deshace su éxito. Artesanal voz
y redonda. Obispado que interpretan los vivientes
mientras la punta de pelo gris se repite en formas
de agotarme para sentirse avergonzado. Yo fui
avergonzado. Para imitarme, desnuda lengua del valle,
barriendo este animal en juego que recita la luz
(marino en años) de un puerto que interroga.
Pero al otro estío vacilaba, más allá de la cabeza
guardiana, su peso comprendido. Y el lobo, que no me piensa,
alerta de músculo colmillado. Y en el gruñido,
fuertes las patas tiesas: Todos así.
¿Diré que el lobo es un ácido corruptor y combativo?
El miedo con la garganta hundida.
Su harto estómago asimilable. Letanía del cuerpo
que me acompaña en resistencia, puesto a no morir
mientras me alcanza llevar el rastro con párpados cerrados,
la trompa herida.
Las hojas tenaces del lobo son yemas cultivadas
en el bastón tuberoso. Su fiebre asoma confundida
con el hombre de rodillas servidas en caer,
y maniatadas para su aliento que es odio tímido,
no abierto, errante por sudorosos cuartos
traseros y golpeados.
De veras el hambre da su acento en el lobo.
Y en la guarida al patio nuestro, de veras basta
despojarse por el otoño y re-crearse, ser rebasado.
En cántico por el sonido oscuro
extrañamente anuda los azules juguetes de la tarde.
Luego sentado se incorpora al perro y lo seduce
con las rojizas gotas de su lengua, por el cuero lamidas,
y más adentro engorda, maduro por el tronco.
Quizá perfecto bajo la sombra que entrega.



XVIII

En la pausa del valle, el día, bajo la noche absoluta,
crece. Voraz destruye las bocas del silencio.
Lejano el mar responde. Un ciego sol preside.
El aire detenido ya no es aire. Es un cuerpo sobre otro.
Lanza el tiempo estos cuerpos al futuro. En los rostros
abre la muerte su flor. La vida es el fruto de esa flor.
La carne se nos vuelve fruto y flor.
El día está completando su verano.
La noche virgen, fluyendo, se acumula y goza.
Un eco sombrío y un sol exaltado la anuncian.
¡Qué hoguera espesa de transparencia lúcida
alimenta la noche! Arde la piel en esta hoguera y cae,
vistiéndonos de miedo: ¡La noche es nuestra!
La ciudad resuena en su profundidad.
Otra ciudad de silencio edifica ella.



XXI

Si desconozco a veces
entonces temeré
perdido en años no elegidos.

Conmueve aquel pasado
ávidamente mío
y ausente de un
¿saber?
que tanto llama y clava
pregunta inexorable
al borde de la nada
como un ciego favor de la materia.



XXIV

Una voz sin oído
miente apenas, y dócilmente cae
tras el silencio y soberbia
que los perennes lazos
de su pecho, encierran:

Sedientas palabras
sin ocasión ni cuidado,
callado gesto de olvidar
que defiende y guarda
la sombría espera
de advertir un sol.

Llamar es la penosa
distancia del vencido.



XL

Se derrama la noche invernal y enciende su oscuridad
como una mancha en lo alto: hondo estanque
sin orillas donde los perros se fornican la Luna
subidos en sus perras. La copa de un árbol danza
con la brisa. Los caminos del Sol desvanecidos
se igualan. Y el tiempo surreal asume y abandona
prontamente. Su palabra es fiebre de palabras:
grávido lenguaje del deseo. Mi madre duerme.
Gira la tierra entre dos crepúsculos. Yo velo
su sueño. Con una copa de sombra a cuestas.
Y aproximo el noviembre inicial que autoriza
este juego donde la madre se vuelve criatura
pequeña para el hijo. La presencia del sueño
en la noche todavía no es cierta. Sólo es presente
y cierto un manto de negrura, aéreo y líquido
donde los rostros adquieren rasgos más benignos
y la mirada late transparente y lúcida.



El monte Stugunoset

En 1850 Johan Christian Dahl, pintor del verano
noruego en Dresden, Alemania, miró por siempre
un monte: Templo de la piedra, no para el hombre
que busca la respuesta de su sangre cayendo
en vertical tremenda, sino por el reno, que levanta
en cada punta de sus cuernos la luna noruega,
para el reno, que sube al monte interrogante,
y traza su límite: Límite de la roca
y un roce gris de nube que sostiene, límite
definitivo (aislado en sí) que no acaba.

Johan Christian Dahl con su viaje
articuló la memoria del monte y un ruego:
Un monte y otro se igualan en ese espacio
vacío que es el tiempo. La memoria
universal abarca todo ruego.



Cuando el lenguaje que designa lo futuro…

Cuando el lenguaje que designa lo futuro
nada signifique, y se haya liberado cualquier
íntimo gesto, y al universo mis pupilas
sienta renacer (sabiendo el poder del tiempo
que nos integra y gasta), y abarque la insalvable
realidad que nos condena, y el distinto espacio
que habitamos densamente sea posible,
yo a ti, lector futuro, te negaré porque agotas
la salvaje plenitud que se me escapa.



Quiero hacerme perdonar…

Quiero hacerme perdonar
por las palabras que entrego,
pues humilde
mi corazón no ha sido,
ya que odio y maldad
he prodigado en secreto.
Declaro y firmo
con mi nombre: no hay máscaras
ni asumo la impostura
de hablar por otros: la violencia
consume mis estériles días,
borra la nostalgia y la memoria,
impide cualquier cariño, me diseca
los músculos, me agota,
es mi fuerza, y la denuncio: un yo mortal
que irradia
de abismo a superficie.

Arístides Vega Chapú

Conciencia de la pérdida

Estoy a oscuras,
en el vacío espacio de lo que fue mi casa,
sobre las estáticas flores
de una loza tan antigua
como mi pasado.
Justo en el sitio
donde un caudaloso río se deshizo
de todos los peces
que con su ambición traspasaron los límites
fijados por el movedizo dibujo del agua.
Sucedió antes de que inundara mi casa,
la dividiera en dos
como un libro que se deja momentáneamente.
Bien sé que no he sido inocente,
ni siquiera me lo propuse
y ahora no espero perdón.
Estoy a oscuras,
sin pensar ni esperar de este tiempo
que fluye hacia un pasado inexistente.
La oscuridad desciende
desde una áspera franja de cielo
sin luna ni sol.
Bajo ella aguardo la señal
de los que alguna vez perdieron
el miedo a las pasiones
y fueron condenados sin piedad alguna,
no obstante su sentido común
sólo les permitió anhelar
lo que la luz de sus ojos convirtió
en predios posibles.



Conversación con Gastón en San José

“Volverás de nuevo a decirme adiós”,
dice Gastón Baquero, y no le creo.
Bajo el intacto cielo que desconoce la noche,
no será posible.
El destino trazará el mapa
del país que he imaginado.
Podré despertar,
solo y nostálgico en Madrid
o en un accidental paisaje
al que me aferro
por no encontrar nada
en derredor que sienta como mío.
En el lento cielo las estrellas se reflejan
sin ofrecer descanso.
Quiero dejarlas caer sobre el papel
cuando el cielo en su extensa región
se nos vuelva a mostrar amaneciendo en Madrid,
en la isla,
o en cualquier otro paisaje
de los que navegan
el profundo océano del deseo.
Aspiro una bocanada del habano
y sigo las efímeras rutas del humo,
hasta regresar a la bodega de mi pueblo
donde todos se conocen,
y continuar una conversación familiar.
Lo que recuerdo no podrá ser relatado,
aunque caigan todas las estrellas
sólo para satisfacerme un deseo.
Si alguien pudiera recordar el pasado por mí
me agotaría menos,
pero estoy solo con la foto del joven Maceo,
sin machete a la cintura,
la almidonada banderita y una flor de majagua.
Me apropiaría de todos los recuerdos
como si fuesen los míos,
y así los ojos enrojecidos no se desesperarían
al no ver el país que he imaginado
dormir, como un ángel, en mi hombro.



Pasión por Frida Kahlo

a Agustín Labrada

Aferrada a tu hombre,
como si pudiera salvarte de escuchar el persistente sonido
de las campanas abiertas a la mitad.
Sonido semejante al de dos piedras friccionadas
hasta evidenciar la amarga luz de su mineral anunciar la muerte.
Admiro la paciencia de entornar ojos tan hermosos,
como si la luz capaz de adueñarse del estático cielo mexicano
alcanzara un peso irresistible.
Estás obligada a disfrutar a solas de ese instante irrepetible
en que se traspasa el límite sin miedo,
pues todo es renuncia.
Con la liviandad de quien anda de mano de su creador
tus ojos observan la figura oculta del otro lado de la luz,
desconociendo cuál de las dos es real.
Adviertes que estás en el mismo paisaje de tu sueño
en el que la Virgen de Guadalupe
se presenta con el rostro de tu madre.
A pesar de mi temblor sostengo las flores
que imaginé para ti,
colores tan reales como el amarillo, lila, rojo.
Las quise dibujar pero no se me concedió el don
que arrebataste
creída de que sería un alivio a tu dolor.
Olores antiquísimos que conservas en un cofre,
regalo de Diego,
como manera de estar en paz
y reconocer el cielo que aprenderás a atravesar,
quiera Dios delante de mí.
Hubieras preferido conservarlo en tu vientre
y no en un cofre,
pero tantas apariciones perturbaron tu endeble equilibrio
en una cuerda no prevista para una mujer.
No dejes que el dolor se apodere de ti,
te paralice como si le pertenecieras.
No dejes que el dolor ocupe tu cabeza
y las aves no puedan arrancarla
como parte del espectáculo de la noche
en la que todo está por reconocer.
Al menos esa sería una imagen para venerar siempre,
pero tú no necesitas alas,
ni dolor,
ni andar cabizbaja
como si desconocieras que tus días tienen la fragilidad
que lo mortal imprime a lo verdadero.



Breve tratado sobre la permanencia

Con cautela me alejo de las arenas
en que se hunde todo peso
menor al de un hombre.
Sin descubrir caligrafía
que advierta de ese peligro
me alejo
con la dificultad de poseer tantos recuerdos.
Pendiente del equilibrio mido mis pasos,
los gestos y palabras
que puedan regresarme al pasado.
Sin proponerme restaurar el orden
disfruto tragándome la espada.
Con tanta falsa luz de su filo
rozo la yugular,
las vísceras, el pulmón necesitado de aire.
Había probado en otros cuerpos
pero nunca para reconocer mis otras vidas.

Me sumerjo, sin ímpetu,
en aguas apoderadas de las fuerzas
de al menos cien jóvenes remeros.
Y en las que sólo navega
—con extrema cautela—
un raro país en el que no es posible
conservar recuerdo alguno.
Ni leer lo impredecible
en ojos obstinados de la realidad.

Tampoco me será posible responder con justeza
leyendo en otros labios la profecía.
Vivo del lado opuesto,
en el lugar exacto
en que no existe advertencia de peligro.
A veces sostengo el equilibrio
a pesar del asedio.
Me sujeto de quien prefirió seguir a mi lado
a pesar de los riesgos de un tragaespadas.
Respiro —a veces— el más sano aire
de un cielo tan antiguo que ya no existe.



Permanencia

Yo que tantas veces he espiado los gestos del celador
me había conformado
con que el árbol naciera a mis espaldas.
A veces hasta me creo a salvo y me volteo
para seguir el rastro verdecido de las ramas,
inmensas como si estuviesen destinadas a un vestuario
y cuyo único anhelo es sentir el frágil peso de un ave
recién salida de un cielo milenario y desconocido,
que va y viene sin revelar nada
que no sea capaz de ascender hasta el.
A pesar de que no existe algo para enterrar
bajo la irrealidad de su sombra,
permanezco aquí, simulando ser parte
de esta oscura tierra extraña para mis antepasados.
Es lo que tengo en común con el árbol
aunque esté a mis espaldas,
ambos estamos predestinados a permanecer.



Escapar con vida

Podría como tantas otras veces creerme hijo de Dios
ante la inmensidad de un horizonte
que se apropia de todo lo existente más allá
de lo que no puedo vaticinar.
Aparentemente descreído, con una dudosa memoria
en la que vagan recuerdos
sin ocupar un pasado o un presente,
he tenido ante mis ojos el esplendor de todo el paisaje
como si tuviese el mundo sobre mí y pudiera soportarlo.
Me he preguntado quién soy, temeroso de vagar
por estas tierras sin límites, ni noche
de una luna menguante o simple luz golpeada por el viento
desprovisto de una dirección.
Como cuando pequeño
me siento sobre el vaivén de las hojas de un árbol
estático como la noche
que la lluvia de estos meses ha incitado a crecer
para que nada sea divisado a su alrededor.
Nada con lo que sea posible orientarme,
creer que uno de esos vientos aparejados a la lluvia
tomará por mi camino
sin obligar a mi cuerpo a sostener la hidalguía
del soldado que no quise ser.
Una llovizna que se desliza con la sutileza de una lágrima
y que sólo está dispuesta a caer en noches tan inciertas
como esta noche,
tiene el destino de borrar el dolor.



A mal tiempo buen corazón

A veces extiendo las manos,
las que hornean el pan y lo dividen
en partes iguales
como si estuvieran observadas
por el ancestral cielo.
Las mismas que con puño y letra
intercambian palabras,
caricias que benefician la tiranía de un corazón
minimizado por la solidez de esta luz.
No soy quien suplica el perdón,
las extiendo solo por mostrarme
partidario de la verdad,
pero son un pedazo de carne apenas sin fuerzas
para poseer vida propia.
Escucho voces que imploran otro destino.
Respirando con profundidad me palpo
el vacío de mi cuerpo
que es parte inseparable de esta imparcial penumbra
provocada por un pájaro que vuela
sin hallar punto exacto donde posarse para siempre.
A veces reconstruyo el pasado
que creo contemplar en los rostros agonizantes
de quienes me rodean.
Bajo esta penumbra mis ojos descifrarán todo
por lo que no se me podrá arrebatar
la sombra ceniza del pájaro
convertida en plomo
antes de que descienda.



Final del ciclo

Acaricio un cuerpo ajeno.
En ayuno supero el temor a lo desconocido
y puedo distanciar mi vida del odio
que sólo los humanos sabemos acumular.
Sin sacar provecho alguno lo acaricio
a pesar de ser tan ajeno como mi propio cuerpo.
No comprendo cómo puede satisfacerme
mirar de reojo el sobrenatural cielo
que se equilibra entre migratorias aves y nubes
vacías de lluvias
y enmudecer los minutos precisos
para dejarme atrapar.
Instante de superioridad
en que no reconozco mi cabeza
ni ninguno de sus pensamientos
que me hacen voltear hacia el pasado.
No es suficiente alcanzar el final del ciclo.
Si no fuese por la fe hubiera sentido la inferioridad
como una limitación.
Necesito acariciar un cuerpo, algo vivo
que tiemble junto a mí,
como si las caricias nos convirtieran en uno solo.
Inquisitivamente el sobrenatural cielo se me acerca.
Permanezco en silencio,
un denso silencio posible en estas profundidades.
Apenas mis sentidos presienten el otro que quise ser,
el que acaricio sin voluntad.
Tengo ocupada mi mente en ese cuerpo ajeno,
es lógico, nada como extraviarnos,
nada como saltar hacia lo desconocido.



Dimensiones de la cotidianidad

I
Para evidenciar el mundo de una manera irreal
preparo una suculenta cena en mi cabeza.
Un deseo lejos de las vistas
que apuestan por el mal de ojo.
Me mantienen en alerta los mensajes
que la luna menguante envía
desde el vientre del cielo.
Doro las especies,
inhalo el delicioso vapor,
por el que intenta fugarse la carne.
Vivo en un mundo de apegos
y sin cubiertos de nada vale
este espléndido manjar.
Contestas por mí los gustos
que simulo día tras día.
Ante la escasez olvido las preferencias,
el deseo por la carne
que soterradas arterias recorren
sin dejar congelar la sangre roja aún.
Carne vigorosa,
no importa su mortal efecto.
Sostener el equilibrio sobre el vacío
en que se conserva la acción principal de un sueño,
no es nada imposible.
Indefenso, como el que recién despierta,
la cabeza llega a pesar lo suficiente
como para convertir la imaginación en un castigo.
En nada me alivia saber
que mi cabeza colmada por apetecibles olores
se dejará decapitar
antes de finalizar la cena.

II
Tan simple como el movimiento de la hojarasca
estremecida por el viento que la obliga al vuelo,
mi corazón exige fe.
Abandona su cálido refugio
en busca de lo que con certeza cree pertenecerle.
Como una ofrenda llevo la ilusión en una mano,
con la derecha me cubro el pecho
ante la insistencia de tantos ojos
apostando ver lo que permanece oculto.

Tan solo porque no sé mentir
mi boca reproduce la oscuridad
de un cielo entregado a la noche
y en el que pierden fuerzas las palabras
dichas con inocencia.

Nunca me propuse imaginar
nada que no fuese posible
de imitar con un sencillo gesto.
Pero mi vida ha sido difícil de predecir
Las he pronunciado para escucharme a solas,
como si no estuviesen dichas con mi voz,
sino por una lengua extraña
que no asumirá el precio de su provocación.
Tampoco estoy dispuesto a repetirlas
si son verdaderamente tan efímeras
como ese cielo
que revelará sus misterios apenas amanezca.

III
Hubiera preferido,
por supuesto, rechazar la luminosidad
cortante del puñal
que a traición delimitó la zona excluida
por los sentimientos
Apropiarse de mis fuerzas,
para no poder recobrar lo que no supe defender
en ninguna de mis vidas.
Cortado en exactas mitades
mi corazón,
que más de una vez quedó inmerso en el dolor,
en vano interpreta los sucesos.
Siguiendo la sombra del arma
puedo llegar a los sitios preferidos de los turistas
cuyos labios repitan las mismas palabras
antes de besar.
Me marcho con el deseo de no llevar recuerdo alguno.
Diferente a todo lo sucedido
en la otra dimensión
en que días enteros se repiten
y con los que no son posibles reconstruir mi vida
ni la de ninguno de ellos
cuyas palabras —cariñosas o no—
nunca fueron traducidas para mí.
Quien predijo uno y otro pesar,
la herida ocasionada por el puñal
y hasta la felicidad,
interpretando los profundos surcos de mi corazón
ahora me escucha en silencio confesar
todo cuanto preferí no olvidar.
También la memoria es una opción.
Vivo un día tras otro
sin encontrar cierto orden
para endurecer los músculos,
broncear mi piel,
rasurarme con esmero
un rostro que finge por mí.
Estoy dispuesto a dejarme observar
por los peligrosos turistas
necesitados de entibiar sus manos en el fuego
que pueden encontrar en el gozo de mi corazón.
Puedo predecirles lo que sucederá mañana
o cualquier otro día
retenido por el futuro.
Es un decir,
yo no les puedo hablar ni siquiera del presente.
No es que existan otras opciones
y puede que alguno de ellos
me posibilite otra imagen.



¿Acaso no escuchas mi verdad?

Advierto que me he quedado solo
repitiendo mi verdad a nadie.
La memoria no servirá para reconocer
a quién intento convencer con estos gestos.
Ubico la tempestad en un horizonte límite de nada.
Estas lágrimas provocadas por ningún dolor real
me pertenecen.
Ciegan mis ojos con su penitente ácido
para no ser testigo de cuento sucede
sobre la sombra irrepetible
de un tiempo en que olvido cómo reconocerme,
cómo describir mi rostro,
es decir el que dispone las circunstancias.
Soy tantos otros,
tantos seres desconocidos
y hasta inexistentes.
Estoy fuera de la imagen
con la que reconstruyo el pasado
en el que no será reconocido nadie
después de sumergir sus cabezas en la penumbra.
Sobre la solitaria tierra que aguarda tras el mar
se configura la noche.
Es algo que presiento
y mis ojos extremadamente agotados
de preferir la luz
me hacen creer que todo cuanto es posible imaginar
sobre la tierra me pertenece.

Liudmila Quincoses

Arca, muro

He puesto una piedra donde se han enredado las constelaciones,
he puesto una centella que blanquea el cielo,
mi alma toda para construir esta casa.
Haré dos plantas y una escalera para unir mi tierra
y mis cielos.
Bajo el techo verde de la pérgola
colgaré mil pájaros prendidos por hilos invisibles.
Quiero un sótano ancho
donde sepultar mis dudas, mi vergüenza.
Necesito una máscara,
una puerta de madera pulida, con aldabas de hierro.
Quiero un arca, una casa con muros, un jardín cerrado
donde tejer la vida que me queda,
donde olvidar…



Alguien ha cerrado las ventanas a la plaza

Hay una plaza inmensa allá afuera.
Me separan de ella las ventanas,
la madera antigua con que fueron hechos los postigos.
Ya no veo la plaza, ahora la imagino.
Ahora sé por que ha resistido tantos años.
Está hecha de nada,
de recuerdos que le dan forma.
Y uno puede quitar las rejas, las estatuas,
quitar la plaza.
Caminar sobre la tierra espesa.
Mirar la iglesia, la torre, el campanario,
sentir el ruido del bronce que ahuyenta las palomas.
Mirar la plaza de lejos sobre el puente,
regresar luego a los arcos, a los portales.
Regresar a esas ruinas que aún no fueron fundadas,
regresar a uno mismo.
Y abrir los ojos, las ventanas,
caminar luego por la plaza.
Palparla tal como es, volver a hacerla,
morirse de viejo,
fundarla.



Duplicación del trueno

Te veo sentado al borde de la fuente
mirando el camino que la tarde duplica,
que duplica el trueno.
Mueves los dedos bajo el agua imaginaria,
el agua te calma el calor.
En la plaza hace mucho tiempo que nadie canta,
que nadie aplaude bajo la lluvia,
que nadie saluda el bellísimo sonido
del trueno duplicado.



Arcos sobre el río

Me dan miedo esos arcos de piedra que un día se derrumbarán,
arcos perfectos y misteriosos,
hechos para ser contemplados desde una barca,
en pleno río.
La profundidad del remolino hace ver las márgenes
de otra manera.
Me dan miedo los ahogados
que descansan en los cimientos del puente
esperando que mi barca pase.
Siento sus dulces palabras en mis oídos,
veo sus cuerpos traslúcidos.
Abandono esos arcos, vuelvo a la orilla.
Pero no dejo de sentir esas palabras,
no puedo dejar de ver esas manos,
agitadas en señal de despedida,
o de reclamo.



Plaza de Jesús

Veo la mano aquella que me señalaba la plaza,
como un deslumbramiento.
Miro los bancos,
la iglesia de piedra hermosa y destruida,
del Cristo solo quedan los pies,
y en las columnas los huecos de los nichos,
el espacio vacío de los santos en las paredes.
Jugamos al eco,
unos pájaros se asustan
y vuelan
en círculos sobre nuestras cabezas.
Me muestras la iglesia con mucha atención,
me muestras los techos,
las figuras borrosas de los ángeles.
El viento a veces entra y la luz dibuja
otras visiones.
Como si fuera la tarde última
miramos al cielo.
Escucho la campana que no existe
llamando a la misa de la tarde.



Los albañiles toman sus cervezas en jarras de metal…

Los albañiles toman sus cervezas en jarras de metal,
miran con ojos cansados la fuente seca.
No te vayas,
no dejes destruir la plaza.
No dejes de mirar este sol
como si fuera el último,
como si nunca acabara.



Bajo el cielo, en la tarde que se apaga…

Bajo el cielo, en la tarde que se apaga
Aquí no hay nada,
vuelvo al reflejo de la tarde sobre la moneda,
no hay nada.
Los árboles enormes se han desvanecido,
no hay nada.
Las estatuas se cuartean
y los niños acuden al pedestal
para guardar piedrecitas de mármol,
dedos y manos de la estatua.
No hay nada.
Me gusta contemplar la calle
y verte hacer cosas.
Pones una reja para que no crucen los hombres,
para que los animales no la puedan
atravesar.
No pareces real,
tan vivo,
rodeado de tanta soledad,
de ese vacío.



Caja de agua

Íbamos a la casa de unas costureras,
me sorprendía la penumbra de la sala,
los adornos de una gastada porcelana,
los tesoros de aquellas pobres damas.
Nunca las llamaba por su nombre,
era como deshacer el milagro,
yo no estaba.
Recuerdo un tocador inmenso
con sus piezas de mármol,
una cocina, y un lavabo preso en la madera,
como una fuente muerta.
Lo más sorprendente era la caja de agua
con su piedra blanca y la tinaja misteriosa.
¿Dónde estará la niña? preguntaban las costureras.
Mi juego era sencillo, entraba en aquel mueble,
mi cuerpo se ajustaba a la madera,
era la misma sensación de estar en un cofre.
Durante toda la tarde me escondía,
casi sin respirar, para que no me encontraran,
sepultada, en la caja de agua.



Nochebuena

En la cocina brillan las luces de la noche.
Yo mezclo en un crisol todos los ingredientes,
el agua de la tarde y su fiesta.
Tú dices que en las tardesnoches mis manos
huelen a ajo, a secretos,
a soledad envuelta en condimentos.
Siento que los espíritus se apuran
en devorar esos sentimientos,
así viven los muertos nuestra vida.
He puesto velas y un árbol de Navidad.
Dios ha de nacer para morir, pienso,
una palabra anuncia la belleza.



Velada

Cantábamos si la luz redentora te llama buen ser.
Y luego alguna mano pasaba un agua con pétalos de rosa,
una colonia de lavanda y cascarilla.
Y te llama con amor a la tierra,
las figuras vestidas de blanco se asoman a sus vasos,
donde la mano poderosa va dibujando imágenes.
Yo quisiera ver esos seres.
Sobre la mesa un búcaro colmado de rosas,
fragantes y rojas como la sangre inexistente.
Cantando alabanza al divino Enmanuel.
Una resplandor cruza vertiginoso sobre mis ojos
y a mi lado se transforma la voz de la clarividente,
sus manos se crispan,
oye buen ser, avanza y ven.
Hay otra persona a mi lado
que da las buenas noches
y pide agua y muchas flores para su tumba
y canta, canta mucho,
que este coro te llama y te dice ven.



Luz y progreso

Azul, violeta, rojo, humedad, anchura, frío…
Palabras que recuerdo,
percibo sensaciones que me llegan desde lejos.
No me abandona la vida
a cada paso me devuelve ese misterio,
ese insaciable júbilo.
No me abandona este cuerpo,
torcido como una raíz venenosa
que nadie se atreve a cortar.



Ocaso

No sé lo que faltaba,
había una mesa con cinco candelabros,
una mano en la lámpara
que encendía el ocaso
como si fuera un juego de niños,
y la hierba,
esa finísima bruja,
apuraba la angustia.
En la confusión de la tarde
faltaba algo,
pero no puedo acordarme,
era tanto el brillo de las tazas del té,
era tan terrible el canto de los lobos.
Caía la noche
y otra cabeza al cesto,
decapitaba el día a su cómplice.



Noche detenida en la memoria

He descubierto nuevas sensaciones
que ha despertado en mí la tormenta,
a dos aguas caen las palabras
y la noche,
unidas en un mismo manto sobre mi techo.
Un rayo azuza las tinieblas,
el mundo comienza cuando se apagan
los ojos,
el miedo nos envuelve.
Los músculos detenidos
también producen su música,
su vibración, su violencia.



Sombra del condenado

Yo soy quién te habla del otro lado del sendero
altivo caminante no me evites.
No cierres esos ojos que el miedo ha de anularte,
no dejes que se borren las huellas del dolor.
Hay un atardecer que no se acaba nunca,
y rostros en la noche que no tienen vida.
Yo siempre estoy contigo
no es el viento quien mueve las ramas en la noche.
Escúchame, te llamo desde el sitio más solo,
te llamo sin mi voz.
Soy el paso del ciego hacia el abismo inmenso,
y el reo que en silencio se fuga hacia la muerte.
No creas que te acoso, esto no es agonía.
Agonía es no tenerte dormido ni despierto,
sino siempre distante.
Has un alto en tu absurdo camino
Y susúrrame algo, una frase, una queja.
Yo soy tu voluntad
sin mí los cerros altos se tornan imposibles.



Desde que sé tu nombre lo escribo sobre el agua…

Desde que sé tu nombre lo escribo sobre el agua,
porque de agua es tu cuerpo
y tus ojos son agua.
Ese sol ya me anuncia que no has de regresar.
Noche tras noche te he librado de los grandes señores
que con faz tenebrosa tratan de separarnos.
El universo es solo un círculo,
una sutil serpiente que se muerde la cola.
Yo habría querido paz y no la tengo,
yo habría querido descansar y no hay reposo,
yo habría querido ser piedra y soy solo sombra
como tú has de serlo.
Pero tu belleza es tanta,
es tanta tu tristeza
que no puedo llevarte a lo oscuro conmigo.
En aquellos lugares donde la penumbra es luz
siniestras imágenes de lo que fue tu rostro
viven en el agua.
El tiempo no existe,
son dos metales el oro del día y el bronce de la noche
impresos en una misma moneda
que no para de rodar, no se detiene.
Atraviesa laberintos, paisajes difíciles,
atraviesa mi alma atravesada ya
y no llega nunca.
En los días que aquí suelen llamarse noches
he reconocido tu voz
que en el silencio vibra, me condena.
Dame una mano tuya y líbrame del miedo.
Yo vivo en las sombras llévame a la luz,
a la intensa luz.
Han venido a buscarte los Siervos del Maldito,
si en el último momento descubres
mi presencia
sé que te habré salvado.

Nelson Simón

El peso de la isla

Y ahora que soporto el peso de la isla,
que cargo con mi país
como quien carga una pesada cruz
o el más necesario de los equipajes,
no sé hacia dónde voy,
no sé lo que me aguarda si logro amanecer
y tocar otro día, otro peligro de humo en la garganta
haciéndome toser para intentar ser puro
en la espesura de un café demasiado mezclado
que puede no esperarme,
en un amor de bestia que se escapa
al verse acorralada,
de animal manchado
que inevitablemente se remonta
hacia su propia trampa.

La vida no es un sueño.
Es más la pesadilla de ir
haciendo los días poco a poco,
de irlos amontonando, lanzándolos
como inútiles piedras
hacia el fondo abismal de un viejo pozo
al que tenemos miedo de mirar,
miedo de ir a asomarnos y no encontrar
lo que esperamos,
lo que quisimos ser y no pudimos
porque la vida no es un sueño,
es más la pesadilla que nos van regalando,
es una casa mínima, impersonal,
una casa sin flores ni árboles frondosos
que protejan,
un número en el lugar del rostro
para ocultar la huella de los pájaros,
la sombra que sus patas dejaron
marcadas en mis ojos
dulces y venenosos como almendras.
Mis ojos de muchacha que intenta pestañear
y ser la eternidad,
verse entre blancos vuelos de domingo
caminando por una ciudad de casas nobles,
de aceras desprovistas de ese aire de muerte
que anda por mis aceras.

A nadie, más que a nosotros mismos,
debemos estos gestos tan débiles,
la gracia de la voz y el abanico,
el toque de la luna sobre el pubis,
estos cuellos de cisnes
tan frágiles y hermosos.
A nadie debemos el terror de esa vida
sobre una cuerda floja,
ni el traspiés,
ni la familia dispersa
que solo fue feliz en un retrato,
ni las cabezas rodando ensangrentadas
como rueda la res
en la innombrable claridad de los mataderos.

A nadie, más que a nosotros mismos,
esta nerviosa risa de bufones,
esta inmensa ceguera, este hueco del pan
encima de las mesas,
esta necesidad de ser como no somos.

Y ahora que llevo mi país
como quien lleva una corona de espinas
hiriéndome la frente,
es mi país el sitio más querido,
también el más odiado,
es el ruedo de muerte, es la desesperanza,
otro golpe de mar, su inminente presencia
en el dolido pecho
de aquellos que como pájaros tropicales
se alejan de sus costas
en busca de otras costas más íntimas,
en busca de otra luz más verdadera
que esta pesada luz
que ahora tiene mi isla.

¿Acaso es mi país un puñado de tierra desolada,
una tristeza de ojos pequeñitos,
silenciosa como la de los rinocerontes
que nos miran
desde su lástima de húmedo animal,
desde su libertad
de bestia de feria acorralada?

Y ahora que guardo mi país,
sus dudas, sus mentiras tremendas,
sus cielos desplomados,
el ácido y podrido olor de ese misterio
que brota de sus casas;
mis amigos perdidos, convertidos en sombras
lejos ya de la complicidad de mis hogueras;
¿quién recoge mis pasos, la vida que he perdido,
la vida que quemé con la inseguridad
y la nostalgia
de quien quema las secas hojas de un herbario?



Vuelo de pájaro

Y ahora debes cortar el aire como si fueras
un pájaro de verdad y no esa figurilla
ridícula y hermosa que es un hombre.
Sobre tu espalda pesan los mil ojos del público,
todas sus vanidades y miserias están puestas
sobre el azul intenso de tu traje
que te hace semejante a una lejana estrella
y apenas te das cuenta de tanta perfección
cuando tu cuerpo cruza
como caña de luz sobre el abismo.

Tu camino es el aire y acaso no es el aire
también nuestro camino,
ese hilo de vida por el que andamos haciendo peripecias,
dibujando parábolas que apenas quedan hechas, ya se borran
y ya nadie recuerda y ya a nadie conmueve el miedo
que pusiste en cada intento, ni la gracia, ni el rubor,
ni el arte de doblarte sobre el mundo,
como si todo tú fueras solo una hoja limpia y buena
cayendo sin destino.

Está alto el trapecio,
pero altos también fueron tus sueños
y aquellos que apenas brillan bajo tus pies
son solo manchas en el brillo de tu solapa luminosa,
breves salpicaduras rojas y moradas y grises y amarillas,
tristes sombreros que se agitan simulando la alegría,
sedosos pañuelos que no tendrán piedad
si tú tropiezas.
Por eso atiende a esa brecha de aire manso
que siempre existe entre los vaporosos pliegues
de la muerte.
No pienses que mañana nadie recordará
tu hazaña o tu fracaso
porque ahora mismo tú estás mirándote
desde una silla con espaldar incómodo y suficiente,
tú mismo estás quedándote
como una marioneta, colgado del minuto
en que rompas el aire con tu vuelo
y ya no seas hombre sino lo que soñaste.

Ha de quedar perfecta tu cabriola,
mas, que el calor del júbilo y los ciegos aplausos
no envilezcan tu blando corazón.
Asombrarás a todos con ese fogonazo
de tus manos chocando con sus manos en el aire:
extraña comunión, llanura donde el rumor del pasto
se funde con el rumor de la noche inabarcable.
Regresa sobre él, gira frente a su cuerpo
como frente a un espejo tranquilo,
pensando tal vez que este instante no sea repetible.
Cuida de que ambos refuljan como un anillo de oro
en ese ir y venir entre tinieblas;
nada sabrán de tus desastres, nada de tu soledad
aquellos que al inclinarte y hacer tu reverencia,
esperan repitas al acrobacia,
ese riesgoso acto de dos hombres amándose
mientras cortan el aire ligeros como pájaros.



Poema mientras bajo la calle principal y pienso en aquello que me falta

a Nery Carillo

Si alguien me preguntara qué le falta a mi ciudad, ni siquiera tendría que pensarlo. No tendría que subir y bajar la calle mirando, con la fijeza de un catador de vinos, hacia un alero, en el que el musgo crece desordenadamente en un intento inútil de apoderarse de la luz; una puerta de cedro o de caoba, una gran puerta del siglo XVII seria y silenciosa como los familiares de un difunto; un amplio portal, cómplice y sombrío, lleno de esos fantasmas que el polvo y la cal van delineando en las fachadas, carceleras de otros fantasmas más humanos, un corredor en calma donde sin dudas se escuchará la voz de dos amantes rodeados de gorriones bajo el frescor y la nostalgia que traen las mañanas hasta el paisaje ya sin color de un patio de provincia.
Yo no tendría que andar entretenido, con ese aire de falsa ingenuidad que llevan los turistas de una a otra plaza. Ni siquiera posaría mis ojos, canarios de cristal, en el barroco bosque de figuras, que el tiempo, con precisión de orfebre, ha dibujado en una reja. No abriría mi boca ante el asombro de un detalle, apenas perceptible para un vagabundo. No me deslumbraría para decir amaneradamente: «qué delicado aroma se desprende de ese resetón Art-Noveau, suave como los lotos que flotan en el Nilo...», o, «esa columna jónica tiene la perfección del pecho de mi amante... », o, «en ese balcón Neoclásico relucen las huellas de oro, las delicias del ciervo que comía su mitad de luna encima de mi sexo... »
Todo rebuscamiento sería innecesario pues mi ciudad siempre ha sido exacta y triste como una puesta de sol cuando uno se encuentra lejos de su casa. La ciudad ha tenido siempre sus miserias. Sus rincones oscuros. Sus bosquecillos de carencias y mezquindades ardiendo en los segundos pisos. Sus lluvias que la diferencian de Estocolmo con nieve colgando de los puentes, Estambul y sus pájaros rojos sobre los minaretes, Luxemburgo o Londres o París tan sobrios en la niebla solamente atravesada por el paso inevitable de las horas.
Yo no tendría que mirar a un lado y otro lado, ni sentarme en el quicio de una acera buscando un nuevo signo, un gesto que transparente el alma de los transeúntes que recorren mi ciudad a las cinco de la tarde. Nada buscaría dentro de sus ojos cansados de esperar. Nada dentro de sus pechos llenos de toros dormidos. Nada dentro de sus bocas en las que crece la misma y siniestra canción.
Si alguien me preguntara qué le falta a mi ciudad, diría sin pensarlo que es la alegría de un parque o una pequeña plaza donde paseen tranquilas las palomas.
Una muchacha con una blusa azul que les dé de comer en el hueco de su menuda mano.
Y un banco de madera. Un simple banco donde me sentaría para intentar atrapar en un dibujo, la plaza, las palomas, la muchacha y la paz de su mirada: todo lo que para mí pudiera ser la libertad.



Descampados 1

Y andamos como perros,
rastreando la mínima rosa del sudor
entre zarzales. Los ojos encendidos,
cuajarones de sangre que inyectan la mirada.
La piel abierta al polvo, la polución entrando
con sus finos tatuajes, ácaros del deseo
royendo la epidermis, dejando lentamente sus estrías
y cada vez más pálida la cara, sin fotosíntesis
a lo largo del largo invierno. La muerte en los montículos
de escombros. La muerte entre los hombres
agrupándolos. Y entre las piedras y las barras de hierros
retorcidos, flores del descampado: cajetillas de Fortuna,
pañuelitos blancos que huelen a mentol
y semen ya vencido, látex para salvarse de la muerte
en los montículos de escombro, y el miedo.
¡ El sol!
El sol está tan frío que me asusta, que pierdo mi control
y no me reconozco. Me arrastro, casco mi cuerpo
contra una roca como si fuera un huevo
y mi temor aumenta, me derramo,
mi vaho va a estrellarse en el espejo que yo mismo levanto,
Licor del Polo, podredumbre bien disimulada
empañando mi imagen, ocultándome
entre los montículos de escombros donde la muerte
taconea en su tablao flamenco. Me arrastro,
apunto hacia la isla con mi hocico, la vida
se me enreda en los zarzales, luna menguante es ya
mi juventud, tordo gris mi perfil que vuela.
Parásito ya ando. Gusanillo del placer. Ave vacía.
Dibujo círculos sin sentido sobre los montículos
de escombros y hay hombres retorcidos
temblando
entre los hierros deseosos.



Descampados 2

Edificios al fondo, panalitos humanos y chorros
de amarga miel bajan las escaleras. La música retumba
allá a lo lejos, pero yo la escucho: oído de murciélago
he de tener para entrar en los descampados y el alma
más desierta, más seca y estéril que ellos mismos.
Descampados del alma, fruto inevitable de la lejanía...
El recuerdo de la lluvia me detiene a mitad de un trillo. Oigo la hierba,
su canción creciendo al revés en mi interior. Tu cuerpo,
jugosa brizna que arrancaba música del mío, ahora
duerme lejos. Abandono total, ausencia del amor y la ciudad
creciendo, arrinconándonos en estos claros mataderos,
mecánica y moderna, con paredes de cera, panalitos humanos,
chorros de amarga miel, historias tabicadas
que se filtran de una celda fría o otra fría celda.
Y alambres encendidos corriendo por los techos,
desprendiendo un calor que no me alivia.
Helado estoy. Contaminado por el paso de los coches
y el lujo de una falsa libertad que termina
en los escaparates de los luminosos almacenes.
Necesito una lluvia tropical que me anegue, y luego
todo el verdor y el brillo de las cosas sencillas
que no arrastran sus chorros hacia las cloacas.
Ahora me estremezco. La música retumba y los hombres
se buscan en las dunas, bajo la paja seca. Yo afino mi oído
de murciélago:
uno chorrea su baba de viejo lobo ibérico,
otro brama como un toro al hundirse la pica
entre sus bravas carnes, otro se sueña flor
-aroma delicado Ives Saint Laurent sobre trozos de tubos
y placas de hormigón -. Abandono total
y la ciudad creciendo hacia los descampados.
Apunto de extinguirnos en el mínimo ruedo que nos dejan,
respirando el último oxígeno y el vicio
para sentirnos vivos. Helado estoy. Contaminado.
Aquí huelo a laurel y cerezas escarchadas.
Muy cerca un sexo se levanta victorioso, reclama mi atención,
escucho el latido que se siembra en su costado.
Estoy en mi zona más telúrica. Tiemblo y me agrieto.
Los músculos se sueltan y las abuelas
ignoran estos sitios mientras hierven
su corazón jubilado en los pucheros.
Me agrieto y tiemblo: me sacude un sismo de seis grados.
Edificios al fondo y hermosos cardos
que deshidratados se instalan en mis ojos.
¡Cuánto color descubro entre la paja seca y moribunda!
¡Parecen girasoles los cardos en invierno!
No hay más remedio que inventarse el placer.
Poner parches, costurones negros donde quisimos encontrar la felicidad.
Helado estoy. Contaminado. Y aún faltan
algunas tristezas por contar para que llegue el verano.
Descampados del alma: fruto inevitable de la lejanía.
Pasan hombres tocándose. Sexo rápido y árido
y yo entre ellos: abandono total, ausencia del amor y la ciudad
creciendo, arrinconándonos, mecánica y moderna,
en estos claros mataderos, que son los descampados.



Contradanza sonámbula

Degusto la bondadosa sombra de los frondosos chopos.
El invierno declina entre las ramas
mientras subo por La Ribera de Curtidores
pesando cada instante de mi vida.
A un lado coloco mi pasado y en el otro
relumbran como huidizas gemas, sueños y proyectos.
Es una suave mañana en que ajena la ciudad invita
a recorrerla, a violar la intimidad de sus bancos,
a enamorarse.
El verano
se anuncia en las piernas de los adolescentes
y en la falsa sonrisa de los vendedores.
De las tapicerías sale un vaho tibio y hogareño,
los olores se mezclan con los recuerdos:
un beso furtivo, un alado perfil,
caoba recién lijada y ambarino barniz
dando brillo a mi deslucida alma.
Paso sin advertir que nadie advierte mi presencia.
Me acostumbro a no existir dividido en dos
por el océano y sin saber en qué orilla
quedarán al final mis despojos.
Partir será aceptar que pasten por mi cuerpo
míseros corderos de silencio. Quedarme
será plegar la cera de mis alas, mutilar mis pulmones
en el otoño de los altos chopos.
Tampoco hoy lloverá . No vendrá una vecina
para pedir su poquito de provisoria sal.
No tocará a mi puerta un sorpresivo amante.
No gritará un amigo, con caluroso escándalo
mi nombre desde la otra acera.
A un lado y otro de La Ribera de Curtidores
solo está la sombra de los chopos
y la abigarrada monotonía que fluye de los anticuarios;
pero ya casi puedo tocar la isla con la mano.



Líneas de ceniza

Siento que mi vida es una caja de cerillas
que se agota. Las palabras no logran convencerme.
Mi carne es quebradiza paja,
restos de lo que un día fue magnífica cosecha,
envidia y deseo para los aldeanos, campo de dicha
para los forasteros que pudieron tocarla.

Cual mármol fugitivo la juventud escapa.
Todo ha ocurrido con tanta prisa,
el final se ha acercado tan solapadamente
-arrastrándose como un perro –
que ni siquiera pude presentirlo.
Ni siquiera advertir, tener la suficiente lucidez
para saber que cada instante consumido
era irrepetible; que en cada braceada
el agua más viscosa. La luz que ayer amaba,
es la que hoy me mata. Los labios,
que fieles y jugosos se abrieron para mí
dejándome libar de sus corolas, no volverán
a hacerlo ni tendrán el aroma
y el enigmático color que lograba embriagarme
cuando mustios descansen en el vaso sin agua
del olvido.
¿Quién podría saberlo
si eran los días en que mi cuerpo brillaba
y era codiciado como el oro? Todo era vicio,
vanalidad, inútil rastrear tras la felicidad y la perfección:
delfines insinuándose, titilando en la lejana superficie.
Jamás presté atención a recias palabras
de los cristales, del goce de la carne
y su hermosura efímera, está el vacío, la soledad,
el miedo y los deslizaderos de la nada...”
Yo me dejaba llevar por las bestias de la menta
y el paso arrollador de la zarabanda
o al consejo dictado con sombría erudición
de aquel que me dijera: “detrás del retintín
y a mi espalda quedaban las cosas más pequeñas
tiradas con desdén, pálidos desperdicios
abandonados en los vertederos que crecían a mi vera,
y que ahora – de repente – se vuelven necesarios,
como si entre la podredumbre, relumbrara,
con extraño fulgor, la vida que sé irrecuperable.

Miro hacia atrás y solo encuentro sombras,
negras siluetas que lentas se desplazan
sobre la luz vinosa del ocaso.

Donde antes hubo juventud y esplendor,
se levanta una ruina, un arrepentimiento
que avanza como un monje y una tristeza
que como un gusanillo come de mi interior.
Cansancio y desengaño crecen
donde cegaban, cual falsos diamantes,
el ímpetu y la esperanza.
Hasta el amor es ya un campo estéril
saqueado por los buitres.
( No hay nada que te pueda salvar
cuando entran en ti –triunfantes- los sombríos
ejércitos de la nada. Cuando abres la ventana
y el silencio es el único pájaro que llega )
Sin embargo, aún puedo ver cómo ardían
imprudentes los días lanzados con descuido
a un fuego voraz que parecía no saciarse.
Oler en algún remoto lugar de mi cuerpo,
los restos de una primavera
que parecía no tener límites.
Extiendo los brazos y creo tocar las noches
en que cegado por la fiebre y la belleza
me entregaba – sin sentido- a la fácil caricia
de los muchachos más espléndidos. Muertes.
Imperceptibles muertes que entre mis cejas
trazaron sus arrugas. Cotidianas
e inevitables muertes que en su misterio y fiebre
me acercaron a la muerte definitiva.
He sido mi más fiel enemigo. Mi único traidor.
Me he vendido y todavía sigo esperando recompensa.
A nadie he de culpar por tanta ligereza
y tanto golpe oscuro. Ni siquiera al tiempo,
-inconmovible y acre –
astuto mercader que me enseñó a decir:
“mañana ya veremos, hay más tiempo que vida...,”
sin advertirme la brevedad que ocultaba
detrás de sus palabras. Ni siquiera al destino,
que se mostró invencible
–ni blasón ni coraza servirían-
puedo nombrar culpable.

De cada cerilla que encendí y gasté con levedad,
solo quedan pequeños cabos negros
amontonados a mis pies, líneas de cenizas
que nada dirán de la pasión
con que fueron consumidas:

El fuego que me ha devorado
es el mismo que hoy sigue fascinándome.



Oye cómo se doran…

Oye cómo se doran
las fritas
en la cocina,
cómo anuncia un chubasco
el telediario.
Respira
—otra vez—
ese perfume ajeno
que ayer descubriste
en su cuello,
esa marea
de la gardenia
en el tiesto del pubis
de un vecino.
Mira cómo los días
marcan
la suela de sus zapatos
en el fango de tu cuerpo;
hay un recuerdo y otras
tantas cosas invisibles,
inservibles,
imposibles,
tendidas entre tus ojos
y todo lo que te envuelve.
Palpa el día que dejaste escapar.
Siente cómo penetra en ti
el sexo que no dejó comprarse.
Vive cómo si la muerte
fuera una madre
y tú
el fruto de su parto.
Mastica el gusano
y estarás degustando
la manzana.
Se tú el gusano,
aliméntate de todo eso
que con levedad
pasa por tu lado,
de toda pequeñez
que cuelgue
—como si nada—
de una rama
o cualquier cosa
que arda
como un instante.



La polilla encontrada…

La polilla encontrada
entre tus papeles, no es un insecto.
En su pequeño cuerpo
está contenido el insomnio.
En la rapidez con que escapa
al verse descubierta,
tu imposibilidad
de evadir el olvido.
Toda palabra es un hueco.
Puedo decir silla, casa, pájaro o corazón
y no tendría reposo, sombra o libertad,
mucho menos
seguridad de estar viviendo.
La realidad no fluye entre esos dientes
invisibles para el ojo de un hombre.
Pero el sueño sí.
En el audaz pozo que cava la polilla
se desvanecen tus días.
Todo es reducido a ese agujero
donde empolla sus huevos la nada.
De su voracidad depende tu permanencia.
Las palabras son el pasto. Solo el pasto:
un mundo que finge copiarse
—a sí mismo—
al ser nombrado.
Que nada turbe tu sueño de eternidad.
Acéptalo y con dignidad
inclina
—elegantemente—
la cabeza.



Imposibles

Ahórcate un momento. Cuelga de uno de esos días
en que el país asfixia.
Cae y deja fluir la leche de tu carne
pasto para el gusano y el absurdo. Permanece.
El sueño no basta. La escritura no libera tu espíritu.
La culpa ha de ser la misma
y a esta hora las vacas pastan sigilosas
en sus jugosos cuartones turísticos
bien diseñados de un verde que deslumbra
y seduce. Para ti la fiebre.
La cabeza que se parte de tanto pensamiento atascado
y tanto animalito fosforescente e imposible
que entra por los ojos.
El mundo ante ti virtual ajeno futurista
pero aclimátate en la cueva
donde sueñas aquello que ya soñaron otros hombres.
No alces la mirada. Sé humilde
hasta en el modo en que te tiendes a contemplar el cielo.
Envejece con resignación
ahorrando el oxígeno y los días
que se deslizan bajo tus pies:
se están vendiendo parcelas en la luna…
Dolly tiene otra hermana…
El euro ha unido a Europa…
Por la calle Alcalá veintiocho mil homosexuales
demuestran que las aguas de un río
nunca son las mismas…
Las palabras no alivian. Son la cáscara
atascada en los remolinos del fregadero.
Entramos al milenio y creo oír las mismas voces.
Pedaleo en mi bicicleta forever siempre forever
azul pastel y el cielo oxidado sobre tus párpados
el plátano que abunda
y el sinsonte sin argumentos sobre la madrugada.
Maneras de asumir la resignación
y el sexo cada vez más escaso y necesario
cada vez más caro un minuto de tierno placer.
Asómate. Sé el gato que imperturbable
en la ventana ve pasar la vida.
Ahórcate un momento. Cuelga de uno de esos días
en que el país asfixia.

Frank Castell

Heredia y yo

Para mi amiga Yeline

Yo también he sido un desterrado.
No me convida nada,
ni las perdidas olas
ni las sirenas que vuelven y desnudan
la sombra de tantos peregrinos.

No puedo ser la imagen
que en silencio se compadece
del dolor ajeno.
No soporto más
este letargo.
Miro mis ojos pobrísimos
dormirse mientras las calles
permanecen vacías.

Tú dejaste el odio
cuando elegiste ser el Niágara infinito,
cuando en las tierras,
extrañas como luces,
sentiste que Dios
borraba tu silencio.
Sólo me duele ver
las aves que se marchan,
el cielo gris
y un mar distante que nos une.

Es duro que nadie nos comprenda
y seamos dos hombres
vencidos por la soledad.
Es duro esgrimir un arma
cuando la fe
es una patria sin retorno,
cuando las voces
no nos buscan
y el salitre
tiende a confundirnos.

Nunca esperé los pájaros,
nunca puse mis sueños
en un cristal de ausencias.
Por eso estoy de espaldas a la isla
con el orgullo ciego de un rapsoda
que espera ser el mar
que nunca vuelve.



Ansias

I
Hasta los pájaros ansían libertad. No por la simpleza del vuelo, ni por la música del árbol. Están en el límite de su desesperanza, sin libertad ni espíritu. Son los pájaros los verdaderos signos de la soledad. Ellos me recuerdan el dolor.

II
Así de simples son los días, escribir, soñar, volver y volver a mi pasado. Al seno de mi madre que llora por el hijo pródigo. Yo no ansío esa libertad de oveja sin rebaño, ni cielo, ni música, porque los pájaros, dibujos de mi muerte, permiten que el futuro asome en el silencio. Hay estaciones limpias donde los pájaros buscan esa franja etérea, pero todo es una parodia, un amuleto falso que se diluye en el color fino y desolado de la libertad.



Murallas

Viejo Constantino:
todos llevamos el amargo espíritu del náufrago.
Todos conocemos la mentira
porque los muros
son como los bárbaros,
sólo existen detrás de un espejismo.
Ítaca nos sonríe
Entre la muerte y el horizonte
hay un niño que sueña,
una ola cansada de presagiar
el rumbo hacia lo ignoto.
Viejo Constantino:
antes de ser me gustaría estar en el poema,
o simplemente ser la sombra.
Muéstrame por dónde pasarán los elegidos,
por qué la mancha sigue
con una herida indócil.
Cuéntame qué será del mar
cuando los bárbaros no existan.



De frente a la pared

Cuando el dolor te atrape
como a una fiera envilecida,
no disimules
ni pretendas ser un elegido
porque el dolor se marcha
y lo demás es sólo escombro,
(agua turbia que siempre ha sido turbia).
Cuando tus pasos vaguen
sedientos de no ser
tu última razón,
no recuerdes la infancia,
ni persigas el fin que no te corresponde,
porque la historia es una foto absurda
en la que aún no eres bienvenido.



Réquiem por el mar

Para mi amigo Héctor, muerto en el mar en 1994.

Mi infancia fue un tropiezo
-diría mi amigo-
Yo lo escuchaba desde mi sombra ingenua
con los pies cansados
y la sentencia del hombre que ahora soy.
Mi amigo – recuerdo-,
me presentó a los Beatles aquella tarde de 1984.
También recuerdo que soñé su música
en el vientre de mi madre.
Mi amigo estuvo al lado de lo ignoto,
de la profunda sed que censuraron.
Él y yo, pequeños puntos en el horizonte,
apenas comprendimos que el mar
es la razón de nuestras vidas.
Los Beatles fueron
más que el grito real,
el verdadero grito,
el que siempre hemos buscado.
Los años, feroces centinelas,
han escondido el mar de nuestros ojos
porque el presente sigue siendo esa franja inalcanzable.
¿Adónde iremos cuando los Beatles
guarden su brújula
y el camino precise de banderas
y el mundo sea una balanza?
Nuestra verdad, hermano, ya no existe,
como no existen John, ni Harrison.
Nuestro dolor, hermano,
parece un ave migratoria
a quien las alas no le alcanzan
para encontrar la luz,
la ausencia,
el yesterday, que muchos ya olvidaron.
Siempre el futuro será una máscara,
necesariamente una vía crucis
donde aguardarán los años
como únicos testigos.
El corazón apenas reconoce
nuestra soledad
y tanto recuerdo puede herir este poema.
Es cierto, soñamos con el mundo
perfectamente incomprensible,
perfectamente loco.
No existieron ventanas,
ni mujeres en el éxtasis del mito,
sólo una rodilla ciega
sin la patria triste de las calles.
Hoy, cuando los ojos buscan
la siempre anhelada lejanía,
regresan los acordes
a desafiar las pequeñeces
que nos legó el destino.
Cantemos Let it be,
para que el agua,
nuestro hogar,
alce sus brazos
sedientos de cordura.

Ahora, después de esta canción,
dejemos que la lluvia
renazca sobre nuestra sombra
con toda la nostalgia del olvido.



Ángel Escobar

No te conocí,
ni desafié la altura,
ni tus poemas fueron mi secreto,
(dolor signado por el aire).
Sólo busqué el libro tu foto
inerte y redimida.
No comprendí la euforia ni el diluvio,
ni la penumbra,
ni el sol abandonado.
Sólo encontré una imagen
cuando a pesar de todo
saltabas al vacío.



Última foto del náufrago

El mar es un camino sin bitácoras,
ni sueños que regresan hasta mí,
su espuma es similar al cancerbero
y a veces él me busca y no me encuentra.
El mar llega callado como un grito,
el grito más terrible de la nada.
Yo suelo compararlo con los pasos
que en muchas ocasiones se indefinen.
Hoy el dolor presagia una figura
con tanto azul vencido por la suerte,
pero sin miedo a ser sólo un anuncio
de luces olvidadas por la fe.
Hoy he perdido el mar y nadie sabe
lo duro que es tener sólo esta foto.



Premonición

Cuando intentes cruzar sobre los muros
y la música llame a tu camino
perderás el pasado y el destino
sin llegar a la muerte ni a los muros.

Buscarás el silencio desde el llanto.
Sentirás que la magia es sólo un sueño,
como nube echarás todo el empeño
hasta sentir el golpe del espanto.

Pero no intentes ser inexorable,
ni escribas el dolor de tu osamenta
porque en la soledad una tormenta
te seguirá los pasos con la brisa.
Entonces volverás a la ceniza
en un vértigo ausente, inevitable.



Testamento

Reniego de mi suerte profanada,
de símbolos y coces y rituales.
No me interesa el vino que a raudales
los usureros beben como nada.

Reniego de poemas y testigos,
cansado, sin final para mi nombre.
La angustia es una huella desde el hombre
cuando el hombre carece de enemigos.

Reniego sin volver a los arcanos,
al misterio confuso que mis manos
exhiben como sombra de mendrugo.

Reniego, ya sin fuerzas, al espejo,
ese ignoto lugar donde me alejo
a desafiar el hacha del verdugo.



Dios

Déjame el horizonte,
la música del éxodo,
las mañanas y el juicio
para escribir mi vida.

Ronel González Sánchez

Otredad

Y yo quería ser Stephen, vanagloriarme de haber perdido algo (no importaba qué). Buscar la Utopía (no la isla de Moro) y definir si realmente hubo alguna relación. Pero los muertos no pueden con el múltiple sinsabor de los almanaques donde un ciego encierra una fecha en un círculo rojo. Los muertos sobreviven -fingen haberse quitado la inocencia- se dicen alquimistas del espíritu, canceladores de ridículos boletos de viaje. Los muertos desconocen el tamaño de las brumas que los envuelven. Nadie puede atravesar ese riesgo y no morir. Nadie puede llamarse de otro modo que no sea la oscura definición que le impusieron. Uno, por ejemplo, intenta llamarse Ulises pero una terrible circunstancia, una disidencia lo empaña y entonces decide que lo llamen Stephen. Quiere serlo (¿poseerlo?) Una posesión podría horrorizar al que elige ser otro, pero el Otro sucede-tiembla y lo acaecido unos minutos antes es altamente improbable (nótese la transgresión temporal).
Nadie osaría violar el patetismo de ser una clase de utopas que coinciden en que el riesgo invalida. Aún así somos miméticos y simples, cercanos a una especie terrenal, pasada de moda, amenazada. Osamos convertirnos en caníbales, en gente que se vanagloria de haber perdido algo, una gota de sangre tal vez. Ora somos hidalgos, hijos del bien, insectos rutilantes que husmean la pesadilla. Pedimos nombres, países para viajar y alguna concesión porque todo no es volvernombrar y quedarse petrificado e inútil ante los muros de la frivolidad.
Yo quería ser Stephen para convencerme de mi tozudez ¿Quién puede negarme ese entusiasmo? Pero errar es una cuerda fácilmente pulsable, una posibilidad, una abertura. Es lógico -por lo tanto- que cualquiera vindique, sea nombrado y no sepa quién nombró. Vaya pesadilla. Esto es como perseguir a una Quimera y no atraparla nunca. El viaje interminable, la estupidez. ¡Vaya pesadilla! Estoy sin nombre como una ciudad sin fundar y, por Dios, que nadie acuda de una vez.



Una forma escapada

Por Angel Escobar
Para Alberto Figueiras


Siempre supuse mi fuga a la sombra de las constelaciones. En el ruinoso balcón, donde cada noche urdo una historia inefable, observo las perdidizas formas que acentúan mi distancia y planeo integrarme a la eternidad, pero no logro sobreponerme a existencias remotas, que como chinescas figuras decadentes, multiplican mi horror y mi desánimo. Sé que en un espacio como éste, alguien antes de mí fundó el desasosiego y el desamparo; alguien creyó poseer las energías que ahora me impulsan a saltar, a fundirme con la indiscreta eversión que es el asfalto, y esa sola razón me transfigura en un díscolo propietario de lo absurdo, según he creído escuchar desde lo umbrátil.
Llevo estaciones describiendo los mismos desaciertos y no entiendo esta fidelidad al rito. Busco, en vano, una palabra, una instancia perteneciente a lo improbable; la silueta intangible que se consume al doblar la cuartilla. Naturaleza absorta vagando por las lindes, de una memoria imposible cuyo fin es la noche y su principio el agua por habitar, monótona; descendiendo, impertérrita, de las perdidas fuentes a las Fuentes, el poeta retorna a su orfandad, en un segundo órfico, y se apresta a dar caza a la ilusoria palabra escurridiza que acabará cegándole, a la intemperie de sus dudas, que son su única patria de inestable fulgor. El seco golpe de la mano en el agua, la lasitud de lo semejante que se extingue, una vez imagino cómo caen los cuerpos en el pandemónium de la avenida, me devuelve al discreto ejercicio de pergeñar las sílabas de la salvación, proclive al caos y al espejismo, que nada le aporta al aislamiento del que se inventa estrategias para sostener códigos de discutible novedad o simples pretextos para detener su fuga, a la permanente sombra de las constelaciones.
Si no hubiera creído en la extratemporalidad de los nefastos cír-culos, que se abren y cierran ante mí, podría aspirar a un instante de lucidez. Se enturbian las ondas con frecuencia y audaz es el impulso. Escindir el desequilibrio permite diatribas contra mi alte-ridad, pero no distancia suficiente para intuir el valor de pactos con las endemoniadas resonancias.
Alguien, antes de mí, traza en el agua símbolos que no impiden su comunión con la sospecha, y se aproxima como impróvida forma, una forma escapada de los límites de la molicie, donde estoy siempre aproximándome a los bordes de la devastadora infancia que es el desconcierto, todas las noches sicofante noctívago, tumulario en potencia, soportando el indescifrable horror a la abducción que me deja la altura.



Mañanas de lo eterno

Para Joaquín Osorio

En el trayecto que va del rostro de mi madre
a la resaca de la noche múltiple,
comienza a amanecer.

Envueltos en el delito del humo y los escorzos
en la pared de tablas,
mi padre parte el pan en tantas voces
que ignoro cuál ha de ser el fin de su ritual.

En esta casa nos hemos vuelto mudos y distantes
como ciervos que huyen.
Huir es el precio de maldecir las huellas
que concluyen en la mesa del pan.

Alguien pudiera intuir no sé qué signos
y simbólicos gestos
en esta humilde paz que nos transforma.
Alguien, sin dudas, extendería la mano
para señalar los caminos del odio

y las puertas más próximas,
pero es el vértigo que emana de lo irreal
quien contradice todo.

¿Para qué pretender algún sentido
en esta vana forma de soñarnos
ahogados en la niebla,
si al final nada nos salva de los ecos
repitiéndose en torno?

Padre, bendice el pan
como si fuera una oración contra el fracaso
y no el miserable pago de una deuda.



Historia de cruzados

Poeta, tú no cantes la guerra; tú no rindas ese tributo rojo al Moloch, sé inactual;
sé inactual y lejano como un dios de otros tiempos, como la luz de un astro,
que a través de los siglos llega a la humanidad.
Amado Nervo


Yo no puedo escribir sobre la guerra
porque sólo conservo en la memoria
falsas reproducciones de una historia
que a veces mi optimismo desentierra.
Concebir esta página me aterra
como pensar que pude haber caído.
Las guerras no rebasan el olvido
y cualquiera es un héroe o un cobarde.
A mí no me llamaron. Ya era tarde.
Los últimos soldados se habían ido.

Eufóricos y osados ante el ruedo
a todos nos cegó la misma farsa
y avanzamos, detrás de la comparsa,
como en un carnaval de sangre y miedo.
Sólo cuando la Muerte mostró un dedo
dejaron de caer los gladiadores
entre perdonavidas y traidores
y se tornó la guerra paradigma.
Sólo cuando la Muerte fue un estigma
terminó el ajedrez de los mayores.

Para la guerra siempre hay un motivo.
El rapto de Briseida es un estorbo
universal, una ración de morbo
interminable en el siniestro archivo
de césares y brutos. Estar vivo
es un error de cálculo execrable.
La guerra no es un virus incurable
pero a todos los hombres nos contagia:
unos querrán que empiece la hemorragia,
otros que no castiguen al culpable.

Ninguna vida salvaguarda un verso.
A nadie un verso la razón despierta.
Tanta grafomanía desconcierta.
Ninguna causa vale tanto esfuerzo.
Podrá cambiar la guerra el universo
pero no sanará ciertas heridas.
Aunque de difidentes y homicidas
estén llenos impúdicos acrósticos
persistirá el horror de los agnósticos
y crecerá el placer de los suicidas.

Agresores y aliados: neandertales
que año tras año van a las cruzadas
con la cifra infinita de sus nadas
a cuestas como dones teologales:
los fanatismos también son fatales
como esperar en desolada orilla.
¿Tendremos que ofrecer la otra mejilla
y recibir, con júbilo enfermizo,
el vacuo resplandor del Paraíso,
la perfección que muere de rodillas?

Si al menos tú pudieras, Padre oscuro,
explicarme qué férula ilusoria
despierta en ciertos hombres la mortuoria
idea de enviar hacia lo impuro
de un supuesto principio al que más duro
pueda blandir la espada y al convicto,
si al menos tú escucharas lo interdicto
por el futuro mártir que simula
obedecer al que lo manipula
seguro impedirías el conflicto.

La guerra, para mí, fue un comentario
y el temor de mi padre al documento
que no firmé. La guerra fue un invento
para que no durmiera el vecindario.
Repasar sin aliento algún rosario
a nadie exoneró del crucifijo.
Alguien también lloró y alguien maldijo
a los que regresaron sin medallas
y a los que dirigieron las batallas
de donde no volvió, jamás, el hijo.



Porque todo no puede ser dolor

Porque todo no puede ser dolor yo me disfrazo con los últimos tatuajes insólitos del mar, que se recoge como un corsario vencido. Porque todo no puede abrir ventanas hacia una dimensión oculta como suele ser la trascendencia, yo izo las velas para jurar ante la rosa de los vientos que sólo deseo conquistar el luminoso torreón de una ciudad, pero descubro que trato de mentir, ¿acaso un pirata de linaje no lo haría? cuando alguien anuncia que abordaremos otra nao en medio de la fría oscuridad y entonces comprendo que soy un filibustero común, pues sustituyo mi anhelado torreón por un sigiloso mástil en medio de la noche, me entrego a la siniestra orgía, después de cerrar los ojos y repito que mañana sí evitaré la tentación del mundo.



Atrio

La realidad ha de volverse espíritu
a través de la imagen,
pues ¿qué sentido tiene el fósil,
sin la mano que devela su origen,
y restituye al símbolo su porción del Misterio?

¿Cómo explicar el barro
transfigurado en Ser,
por la metáfora de la Voluntad
que ordena el cosmos,
a imagen y semejanza de las cumbres insólitas
donde no alcanza el grito ni la oración secreta?

¿Para qué nombrar cosas
que existen previamente,
nombradas e inasibles como la voz del aire,
si la palabra es humo, absolución del karma,
y la busca del Sino

ha de tener sus códigos,
fuera del aparente murmullo de lo estático?

Adentrarse en las hondas vibraciones ocultas
y sortear lo visible,
en el camino de la esencia que transforma lo inmóvil,
no le otorga a la Rosa cualidad de elemento novedoso
y distinto,
simplemente la excluye de tender hacia un fin
ordenado en las sombras,
la torna singular, pero no la define como aliento
inefable.

La Rosa no es la rosa por su causalidad:
el arbusto coherente,
sino porque rebasa la grandeza del mito.



Elegía a Gastón Baquero

Es cierto. Usted se ha ido al otro extremo de esa cuerda sin límites
que es la resurrección. Pero no importa,
seguimos esperándolo. Palomas y poemas en mano
en la costa de Banes o en la Bahía de Corinto
donde un extraño parque desvencijado lo recuerda
olvidado mil veces por la mano del Padre.

No hay dudas. Es la Nada la única respuesta
para su largo exilio,
moviendo los pies como un titiritero
que invierte los papeles en el circo del alma;
porque qué puede ser la lejanía sino una marioneta fuera
de todo cálculo
de los ordenadores que detienen la noche sin el olor
del mar.
Qué puede ser la lejanía, ese trivial concepto.

Ah, si al menos lo hubiera conocido, si aquellos versos
que le envié
con los delfines, un día de noviembre,
usted los hubiera leído, antes de marcharse a dormir
con los pequeños,
qué fortuna la mía, que goce para un desconocido
en la provincia que dibujan los hombres
con los ojos vendados.
Pero jamás llegó su carta,
jamás escuché la voz temblorosa de mi madre decirme: "es de Madrid,
debe traer noticias de la crisis de Europa."
Su carta, definitivamente, no llegó
y en su lugar respiré hondo en la isla invisible.

Ahora qué suerte poder decir su nombre,
escuchar esta música que regresa de lugares remotos
con la victoriosa certeza de sus palabras
y aquella voz tan suya repitiendo incansable: "Yo te amo,
ciudad".
Qué suerte poder decir su nombre,
escribir que usted era el último de los iluminados,
sin que nadie me mire de reojo
al final de este siglo de infinito rencor.
Usted tenía razón: "silbar en la oscuridad para vencer el miedo es lo que nos queda" y silbar es muy fácil
sobre un alto sepulcro
si las sirenas no llaman al viajero con la misma pujanza.

Usted tenía razón, siempre tendrá razón cuando se trate de invertir el desánimo
en proferir insultos contra los viejos mitos
como un lastre o como un susurro que recorre las plazas
y las cosas se transforman al azar
a fuerza de derribar las máscaras,
comunes en estas tierras vírgenes.
Las cosas regresan al origen, inofensivas y mórbidas vuelven a su mudez
y el cervatillo alocado cabecea contra las fieles ubres
y el pájaro de la burla grazna su mal presagio cómplice
y el niño abandona sus juegos en una escena
de aterrador silencio
y todo sigue su curso invariable hacia la destrucción.
Ah, si al menos lo hubiera conocido en una esquina
de este pueblo marchito,
cuando usted aún no pretendía ser el eterno inocente
que escribiría inmortales palabras en la arena.
Si usted hubiera sido menos inaccesible que la insularidad
cuánto placer mostrarle un manuscrito:
"destrócelo, Maestro,
nací a un manojo de versos de Saúl
y he deseado sus tachaduras desde hace muchos soles.
¡Cuánto placer adormecerme junto al Puerto de Paita
mientras los barcos se aproximan, viudos de lobreguez,
a las orillas de esta noche donde concluye el sueño.!"

Es cierto. Ahora usted se ha ido, una vez más
hacia la súplica
y sólo queda rezar por estas quietas frondas.

El destino del hombre no es la sombra ridícula
ni el llanto de los guerreros al final del combate,
pero nuestro destino es rezar por los astros
que parten y regresan como la podredumbre.

Ya sabe cuánto cuesta seguir mirando al Este,
gemelos de una historia que nos promete asombros.
Nuestro destino es asomarnos siempre al lago de Narciso
y arrojar lentas piedras a una imagen distante.
Hemos crecido ajenos, temerosos y simples
como la desconfianza
pero miramos al mar, que empuja nuestros cuerpos
playa afuera
de las generaciones que anhelaron poder huir
del laberinto en que se debatían.
Miramos al mar, en su plenitud de desierto cambiante como nuestras ideas,
y el dolor se reduce a la antigua metáfora
de la separación del agua entre las aguas.
El dolor excluye la luz de las tinieblas
como un oscuro símbolo.

¡Qué tristeza olvidar el rito de la sangre,
el juicio de las cosas que han de ser juzgadas
por el desvalimiento
cuando la rosa y el fuego sean uno
como pedía un escriba!

Este es el tiempo de la fatalidad,
tiempo de disparos y de saltos sin fecha,
tiempo de derrumbes y proclamas inútiles.
El hombre dicta, a ciegas, tumultos de esperanzas
y se arroja al Vacío desde un balcón de odio.

Yo no comprendo nada, yo soy un inocente.
¡Si pudiéramos encontrar algo puro y durable
de sustancia humana!
Pero usted ve, la ilusión no germina
y yo escribo estos versos de implacable memoria
cuando algo me dice que moriré al final del poema.

Ah, si al menos lo hubiera conocido,
si hubiera celebrado conmigo aquel fallido ascenso
como celebró, secretamente, el ascenso
del poeta condenado al paisaje
por una época de escasos esplendores;
sería todo distinto para el que ahora se conforma
con releer apuntes
de los que aseguran haber visto sus manos
bajo el disfraz senil de la paciencia.

Ya no tiene sentido saber cuál es el próximo que cruzará el Jordán
o que tendrá puestos los ojos en el pueblo de Uruk
porque los días se acortan
y los patriarcas juran que imaginarias eras
reducen a la impotencia a los pajes del Reino.

Usted se ha marchado,
dejándonos un sabor de archipiélago mudo entre los labios,
y no habrá océano que restaure de prisa
las simas de frustración que apuntaló la diáspora.

Para Delfín Prats y Efraín Rodríguez



Regreso a Canaán

El río de mi infancia corre hacia el Infinito
entre las ceibas de la Creación,
y en su lento fluir
anuncia la plenitud con ardua resistencia.

Sólo las aguas se dividen en pos del Nuevo Mundo
bajo los designios del Poder. Sólo las islas, separadas,
vuelven a la corriente
donde una voz confunde los idiomas
y murmura que estamos en Sah,
a la sombra de las constelaciones. En la noche
sin término.

Mi Padre nombra con serenidad las criaturas
boreales:
“estos son la Serpiente, el León y el Cordero”.


A pesar del agua que la oculta,
junto a la luz está jaibit.
Lo increado desciende como un pacto,
río abajo del tiempo que el dios Tchetta destruye.
“La corriente es eterna” – escribo en las paredes
de Duino o de Bierville -
y contemplo mi rostro sobre la piel del río.
Mi rostro Narciso deforme al amparo del dios.

Cierto que voy hacia la oscuridad
pero, ¿acaso Alguien pudiera remediarlo?
¿Sabe mi Padre cómo detener la violencia sin límites?
¿Existe alguna puerta para cruzar,
lejos de la penumbra que a veces nos embarga,
entre cerros de lánguida ceniza?

Río que matinal atravesaste mi ciudad inocente:
este es el primer día y, sin embargo, llega la edad
última,
entrevista en las páginas de la inmortal Sibila,
sobre los remolinos
que deshizo mi infancia en Canaán.
Este es el primer día,
junto a los algarrobos de mi pueblo
y las piedras no removidas de la orilla,
nube congelada que avanza hacia el principio
donde estuvo el final, la llama apocalíptica.
Ya que todo comienzo es un resumen.
Estamos en Orión.
Mecenas escucha mis epodos
y levanta sus frutos el estío:
“Beberás en pequeños vasos el vino común
de la Sabina
junto al río vidente”.
Nosotros interrumpimos el obrar de los dioses,
escribimos decálogos, para justificar las leyes
y las súplicas,
pero tenemos el Flégeton,
la sombra del perdón siempre a nuestras espaldas.
Estamos en Orión. Arrastramos un arca a expensas
del diluvio
que invade nuestros cuerpos. Por un arroyo breve
buscamos el Océano,
los trenes de la infancia salvados del peligro.

La más alta bondad es como el agua.
La bondad del agua consiste en beneficiar
todas las cosas,
incluso a las criaturas
que las palabras no alcanzan a nombrar.
Oh Mecenas, hemos perdido la última de las rutas
a Eleusis.
El rebaño desprecia mi oración sobre la faz del Arbia.
¿Para qué sirve la escritura
si los jóvenes odian el caramillo que nos conduce
al Templo?

Oh Mecenas, hemos perdido la última de las rutas
a Eleusis.

Como un edimmu escribimos epopeyas
sobre el horror del polvo,
para reconocer la hondura de las formas.

Nada me reconforta, es cierto,
pero en la noche germinativa
rememoro existencias pasadas
y el cielo se transforma.

En la noche sin número estaré, perpetuándome.
Escucho el ruido del torrente y me adentro
en las sombras.

No sólo el claro día hace salir el áspid
porque en silencio escucho su rumor.

Densa es la música que acentúa las pérdidas
e inaugura milagros.

Impávido el río detiene la voz de un Ser pardo
y ajeno
en la falsa época de las reiteraciones.

Avanza la oscuridad, como el mar que se abre,
y da paso a las máscaras.
Hacia el Este, unos seres alados custodian el camino
del Arbol de la Vida.
El río se bifurca en arnos de silencio.

Nada resulta insustancial.
La niebla indica la presencia de un Reino impenetrable
más allá de la cumbre difusa de una torre.

¿Adónde iré en esta noche vacía como el mundo?
¿A quiénes acudir que no sean las siluetas
de mis propios recuerdos?

He perdido las llaves de la memoria
en una calle oscura.
Conmigo viajan la destrucción y el miedo,
la tempestad y el odio.

Padre: ¿hacia dónde me llevan estas aguas?

El río de mi infancia corre hacia el Infinito
como un bajel de sueño
y en la hora perpetua, de no saber que es muy leve
su tránsito,
Alguien arroja una piedra al erizado curso
como las cartas de salvación, que sólo un día
reciben las manos ateridas, las manos de Dios, frente
a la inmensidad
que no promete recompensa.