Inventario de una expedición

Arístides Vega Chapú

Conciencia de la pérdida

Estoy a oscuras,
en el vacío espacio de lo que fue mi casa,
sobre las estáticas flores
de una loza tan antigua
como mi pasado.
Justo en el sitio
donde un caudaloso río se deshizo
de todos los peces
que con su ambición traspasaron los límites
fijados por el movedizo dibujo del agua.
Sucedió antes de que inundara mi casa,
la dividiera en dos
como un libro que se deja momentáneamente.
Bien sé que no he sido inocente,
ni siquiera me lo propuse
y ahora no espero perdón.
Estoy a oscuras,
sin pensar ni esperar de este tiempo
que fluye hacia un pasado inexistente.
La oscuridad desciende
desde una áspera franja de cielo
sin luna ni sol.
Bajo ella aguardo la señal
de los que alguna vez perdieron
el miedo a las pasiones
y fueron condenados sin piedad alguna,
no obstante su sentido común
sólo les permitió anhelar
lo que la luz de sus ojos convirtió
en predios posibles.



Conversación con Gastón en San José

“Volverás de nuevo a decirme adiós”,
dice Gastón Baquero, y no le creo.
Bajo el intacto cielo que desconoce la noche,
no será posible.
El destino trazará el mapa
del país que he imaginado.
Podré despertar,
solo y nostálgico en Madrid
o en un accidental paisaje
al que me aferro
por no encontrar nada
en derredor que sienta como mío.
En el lento cielo las estrellas se reflejan
sin ofrecer descanso.
Quiero dejarlas caer sobre el papel
cuando el cielo en su extensa región
se nos vuelva a mostrar amaneciendo en Madrid,
en la isla,
o en cualquier otro paisaje
de los que navegan
el profundo océano del deseo.
Aspiro una bocanada del habano
y sigo las efímeras rutas del humo,
hasta regresar a la bodega de mi pueblo
donde todos se conocen,
y continuar una conversación familiar.
Lo que recuerdo no podrá ser relatado,
aunque caigan todas las estrellas
sólo para satisfacerme un deseo.
Si alguien pudiera recordar el pasado por mí
me agotaría menos,
pero estoy solo con la foto del joven Maceo,
sin machete a la cintura,
la almidonada banderita y una flor de majagua.
Me apropiaría de todos los recuerdos
como si fuesen los míos,
y así los ojos enrojecidos no se desesperarían
al no ver el país que he imaginado
dormir, como un ángel, en mi hombro.



Pasión por Frida Kahlo

a Agustín Labrada

Aferrada a tu hombre,
como si pudiera salvarte de escuchar el persistente sonido
de las campanas abiertas a la mitad.
Sonido semejante al de dos piedras friccionadas
hasta evidenciar la amarga luz de su mineral anunciar la muerte.
Admiro la paciencia de entornar ojos tan hermosos,
como si la luz capaz de adueñarse del estático cielo mexicano
alcanzara un peso irresistible.
Estás obligada a disfrutar a solas de ese instante irrepetible
en que se traspasa el límite sin miedo,
pues todo es renuncia.
Con la liviandad de quien anda de mano de su creador
tus ojos observan la figura oculta del otro lado de la luz,
desconociendo cuál de las dos es real.
Adviertes que estás en el mismo paisaje de tu sueño
en el que la Virgen de Guadalupe
se presenta con el rostro de tu madre.
A pesar de mi temblor sostengo las flores
que imaginé para ti,
colores tan reales como el amarillo, lila, rojo.
Las quise dibujar pero no se me concedió el don
que arrebataste
creída de que sería un alivio a tu dolor.
Olores antiquísimos que conservas en un cofre,
regalo de Diego,
como manera de estar en paz
y reconocer el cielo que aprenderás a atravesar,
quiera Dios delante de mí.
Hubieras preferido conservarlo en tu vientre
y no en un cofre,
pero tantas apariciones perturbaron tu endeble equilibrio
en una cuerda no prevista para una mujer.
No dejes que el dolor se apodere de ti,
te paralice como si le pertenecieras.
No dejes que el dolor ocupe tu cabeza
y las aves no puedan arrancarla
como parte del espectáculo de la noche
en la que todo está por reconocer.
Al menos esa sería una imagen para venerar siempre,
pero tú no necesitas alas,
ni dolor,
ni andar cabizbaja
como si desconocieras que tus días tienen la fragilidad
que lo mortal imprime a lo verdadero.



Breve tratado sobre la permanencia

Con cautela me alejo de las arenas
en que se hunde todo peso
menor al de un hombre.
Sin descubrir caligrafía
que advierta de ese peligro
me alejo
con la dificultad de poseer tantos recuerdos.
Pendiente del equilibrio mido mis pasos,
los gestos y palabras
que puedan regresarme al pasado.
Sin proponerme restaurar el orden
disfruto tragándome la espada.
Con tanta falsa luz de su filo
rozo la yugular,
las vísceras, el pulmón necesitado de aire.
Había probado en otros cuerpos
pero nunca para reconocer mis otras vidas.

Me sumerjo, sin ímpetu,
en aguas apoderadas de las fuerzas
de al menos cien jóvenes remeros.
Y en las que sólo navega
—con extrema cautela—
un raro país en el que no es posible
conservar recuerdo alguno.
Ni leer lo impredecible
en ojos obstinados de la realidad.

Tampoco me será posible responder con justeza
leyendo en otros labios la profecía.
Vivo del lado opuesto,
en el lugar exacto
en que no existe advertencia de peligro.
A veces sostengo el equilibrio
a pesar del asedio.
Me sujeto de quien prefirió seguir a mi lado
a pesar de los riesgos de un tragaespadas.
Respiro —a veces— el más sano aire
de un cielo tan antiguo que ya no existe.



Permanencia

Yo que tantas veces he espiado los gestos del celador
me había conformado
con que el árbol naciera a mis espaldas.
A veces hasta me creo a salvo y me volteo
para seguir el rastro verdecido de las ramas,
inmensas como si estuviesen destinadas a un vestuario
y cuyo único anhelo es sentir el frágil peso de un ave
recién salida de un cielo milenario y desconocido,
que va y viene sin revelar nada
que no sea capaz de ascender hasta el.
A pesar de que no existe algo para enterrar
bajo la irrealidad de su sombra,
permanezco aquí, simulando ser parte
de esta oscura tierra extraña para mis antepasados.
Es lo que tengo en común con el árbol
aunque esté a mis espaldas,
ambos estamos predestinados a permanecer.



Escapar con vida

Podría como tantas otras veces creerme hijo de Dios
ante la inmensidad de un horizonte
que se apropia de todo lo existente más allá
de lo que no puedo vaticinar.
Aparentemente descreído, con una dudosa memoria
en la que vagan recuerdos
sin ocupar un pasado o un presente,
he tenido ante mis ojos el esplendor de todo el paisaje
como si tuviese el mundo sobre mí y pudiera soportarlo.
Me he preguntado quién soy, temeroso de vagar
por estas tierras sin límites, ni noche
de una luna menguante o simple luz golpeada por el viento
desprovisto de una dirección.
Como cuando pequeño
me siento sobre el vaivén de las hojas de un árbol
estático como la noche
que la lluvia de estos meses ha incitado a crecer
para que nada sea divisado a su alrededor.
Nada con lo que sea posible orientarme,
creer que uno de esos vientos aparejados a la lluvia
tomará por mi camino
sin obligar a mi cuerpo a sostener la hidalguía
del soldado que no quise ser.
Una llovizna que se desliza con la sutileza de una lágrima
y que sólo está dispuesta a caer en noches tan inciertas
como esta noche,
tiene el destino de borrar el dolor.



A mal tiempo buen corazón

A veces extiendo las manos,
las que hornean el pan y lo dividen
en partes iguales
como si estuvieran observadas
por el ancestral cielo.
Las mismas que con puño y letra
intercambian palabras,
caricias que benefician la tiranía de un corazón
minimizado por la solidez de esta luz.
No soy quien suplica el perdón,
las extiendo solo por mostrarme
partidario de la verdad,
pero son un pedazo de carne apenas sin fuerzas
para poseer vida propia.
Escucho voces que imploran otro destino.
Respirando con profundidad me palpo
el vacío de mi cuerpo
que es parte inseparable de esta imparcial penumbra
provocada por un pájaro que vuela
sin hallar punto exacto donde posarse para siempre.
A veces reconstruyo el pasado
que creo contemplar en los rostros agonizantes
de quienes me rodean.
Bajo esta penumbra mis ojos descifrarán todo
por lo que no se me podrá arrebatar
la sombra ceniza del pájaro
convertida en plomo
antes de que descienda.



Final del ciclo

Acaricio un cuerpo ajeno.
En ayuno supero el temor a lo desconocido
y puedo distanciar mi vida del odio
que sólo los humanos sabemos acumular.
Sin sacar provecho alguno lo acaricio
a pesar de ser tan ajeno como mi propio cuerpo.
No comprendo cómo puede satisfacerme
mirar de reojo el sobrenatural cielo
que se equilibra entre migratorias aves y nubes
vacías de lluvias
y enmudecer los minutos precisos
para dejarme atrapar.
Instante de superioridad
en que no reconozco mi cabeza
ni ninguno de sus pensamientos
que me hacen voltear hacia el pasado.
No es suficiente alcanzar el final del ciclo.
Si no fuese por la fe hubiera sentido la inferioridad
como una limitación.
Necesito acariciar un cuerpo, algo vivo
que tiemble junto a mí,
como si las caricias nos convirtieran en uno solo.
Inquisitivamente el sobrenatural cielo se me acerca.
Permanezco en silencio,
un denso silencio posible en estas profundidades.
Apenas mis sentidos presienten el otro que quise ser,
el que acaricio sin voluntad.
Tengo ocupada mi mente en ese cuerpo ajeno,
es lógico, nada como extraviarnos,
nada como saltar hacia lo desconocido.



Dimensiones de la cotidianidad

I
Para evidenciar el mundo de una manera irreal
preparo una suculenta cena en mi cabeza.
Un deseo lejos de las vistas
que apuestan por el mal de ojo.
Me mantienen en alerta los mensajes
que la luna menguante envía
desde el vientre del cielo.
Doro las especies,
inhalo el delicioso vapor,
por el que intenta fugarse la carne.
Vivo en un mundo de apegos
y sin cubiertos de nada vale
este espléndido manjar.
Contestas por mí los gustos
que simulo día tras día.
Ante la escasez olvido las preferencias,
el deseo por la carne
que soterradas arterias recorren
sin dejar congelar la sangre roja aún.
Carne vigorosa,
no importa su mortal efecto.
Sostener el equilibrio sobre el vacío
en que se conserva la acción principal de un sueño,
no es nada imposible.
Indefenso, como el que recién despierta,
la cabeza llega a pesar lo suficiente
como para convertir la imaginación en un castigo.
En nada me alivia saber
que mi cabeza colmada por apetecibles olores
se dejará decapitar
antes de finalizar la cena.

II
Tan simple como el movimiento de la hojarasca
estremecida por el viento que la obliga al vuelo,
mi corazón exige fe.
Abandona su cálido refugio
en busca de lo que con certeza cree pertenecerle.
Como una ofrenda llevo la ilusión en una mano,
con la derecha me cubro el pecho
ante la insistencia de tantos ojos
apostando ver lo que permanece oculto.

Tan solo porque no sé mentir
mi boca reproduce la oscuridad
de un cielo entregado a la noche
y en el que pierden fuerzas las palabras
dichas con inocencia.

Nunca me propuse imaginar
nada que no fuese posible
de imitar con un sencillo gesto.
Pero mi vida ha sido difícil de predecir
Las he pronunciado para escucharme a solas,
como si no estuviesen dichas con mi voz,
sino por una lengua extraña
que no asumirá el precio de su provocación.
Tampoco estoy dispuesto a repetirlas
si son verdaderamente tan efímeras
como ese cielo
que revelará sus misterios apenas amanezca.

III
Hubiera preferido,
por supuesto, rechazar la luminosidad
cortante del puñal
que a traición delimitó la zona excluida
por los sentimientos
Apropiarse de mis fuerzas,
para no poder recobrar lo que no supe defender
en ninguna de mis vidas.
Cortado en exactas mitades
mi corazón,
que más de una vez quedó inmerso en el dolor,
en vano interpreta los sucesos.
Siguiendo la sombra del arma
puedo llegar a los sitios preferidos de los turistas
cuyos labios repitan las mismas palabras
antes de besar.
Me marcho con el deseo de no llevar recuerdo alguno.
Diferente a todo lo sucedido
en la otra dimensión
en que días enteros se repiten
y con los que no son posibles reconstruir mi vida
ni la de ninguno de ellos
cuyas palabras —cariñosas o no—
nunca fueron traducidas para mí.
Quien predijo uno y otro pesar,
la herida ocasionada por el puñal
y hasta la felicidad,
interpretando los profundos surcos de mi corazón
ahora me escucha en silencio confesar
todo cuanto preferí no olvidar.
También la memoria es una opción.
Vivo un día tras otro
sin encontrar cierto orden
para endurecer los músculos,
broncear mi piel,
rasurarme con esmero
un rostro que finge por mí.
Estoy dispuesto a dejarme observar
por los peligrosos turistas
necesitados de entibiar sus manos en el fuego
que pueden encontrar en el gozo de mi corazón.
Puedo predecirles lo que sucederá mañana
o cualquier otro día
retenido por el futuro.
Es un decir,
yo no les puedo hablar ni siquiera del presente.
No es que existan otras opciones
y puede que alguno de ellos
me posibilite otra imagen.



¿Acaso no escuchas mi verdad?

Advierto que me he quedado solo
repitiendo mi verdad a nadie.
La memoria no servirá para reconocer
a quién intento convencer con estos gestos.
Ubico la tempestad en un horizonte límite de nada.
Estas lágrimas provocadas por ningún dolor real
me pertenecen.
Ciegan mis ojos con su penitente ácido
para no ser testigo de cuento sucede
sobre la sombra irrepetible
de un tiempo en que olvido cómo reconocerme,
cómo describir mi rostro,
es decir el que dispone las circunstancias.
Soy tantos otros,
tantos seres desconocidos
y hasta inexistentes.
Estoy fuera de la imagen
con la que reconstruyo el pasado
en el que no será reconocido nadie
después de sumergir sus cabezas en la penumbra.
Sobre la solitaria tierra que aguarda tras el mar
se configura la noche.
Es algo que presiento
y mis ojos extremadamente agotados
de preferir la luz
me hacen creer que todo cuanto es posible imaginar
sobre la tierra me pertenece.

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