Inventario de una expedición

Rigoberto Rodríguez Entenza.

Como un clamor

Sobre el libro
las manos blancas ardiendo -reciclando
el cúmulo de las horas. Sobre el libro –otra vez
las manos blancas ardiendo -sobadas por el olor de unos girasoles
y una frase suelta en el azar -sin pretensiones. Sin siquiera
un vestigio lírico. Sin estaciones hermano sin estaciones.
El álamo es un simple decorado. Como las palabras
el álamo prefigura un pliego de imágenes imposibles.
Aquel y este -el álamo es siempre un signo de indolencia.
Precario y hermoso como una deducción. ¿Cómo -entonces
ha llegado el pequeño manojo lépero hasta la transfiguración del búcaro?
¿Cómo la persistencia ha deshecho -quizá debiera decir acompañado
las palabras dictadas por el tiempo en esos caminos remotos -transidos.
¿Cómo si dos vasos chocan levemente luego del almuezo y
no hay nadie en la habitación y usted bebe el plácido color
del jengibre? ¿Cómo si no o hay vasos deslizando su olor ni hay
vino morado ni tose una mujer para disimular que ha muerto cómo?
Tras las mamparas alguien ha llamado. Señor
Señor acérquese un momento. Señor baje a este mundo
y bese mis poderes. Yo soy Karina señor. Yo tengo estos pechos
morenos y usted deberá tocarme sobre el lienzo de mi vestido.
Donde nadie pueda vernos. Ay señor qué pedazo de carne podría olvidar
ese instante inédito de su mano en mi seno limpio.
Las palabras -ayer puestas bajo un sol de tiestos tibios
regresan en un espeso -apenas perceptible
silencio. El sur
desde lo último del sur
de las memorias desde lo último de las memorias
decía alguna vez el poeta Melchor E.

Los girasoles entonces chocan con los límites
permanentes -agitados por horas que declinan con el cuerpo
ya exhausto. Apartada toda trivialidad también lo creo
pues he encontrado tres indicios: Un libro abierto –abandonado.
Una mano de color naranja –configurando trillos por el cuerpo blanco
y un hombre, con la cabeza abierta -tirado y despierto sobre un ancho pastizal verde. Al fondo del hombre bailan tres palmas cubanas
denunciadas por el viento y detrás un lienzo que regresa
al último azul de la tarde. Frente a los indicios –los paisajes
la humanidad reducida a dos ojos contemplativos
clavados en la pared –como un clamor.


El gong

La madera cobra el sonido.
Como la mano contra la piedra
como un instante amarillo
vibra de punto a punto y despierta
y entra en la otra soledad.
Labra fibras de aire y ecos infinitos.
Cae en la orilla de la boca y cuenta
la orfandad de dos o tres nombres íntimos.
En la fabulación de la verdad también
hay un mapa para los elegidos.
En ese paisaje una mujer contempla
el ir y volver de las aguas y el vacío.
Un árbol y su imagen no prevista
entran en el laberinto que somos.
Sus dones son tan benditos
como una puerta que había olvidado.
En la piedra pisada habita una oración.
Quiere ser humana o verde
o de un color que le crecerá
a los hombres. Golpea desde el fondo
y escucho la mano tranquila.
La tarde crece y no regresa.
Oh qué ocurre. Me pregunto
mientras miro la pequeña nube.
El mañana estalla dentro de mí.
El niño pasea sobre una rueda
sin fin. El sonido es una luz. Es
la vida. El sonido se restablece
en la madera y yo viajo en mis días.
Felices resisten el eco persistente.


Óleo de niño sentado en la acera

En ningún sitio del mundo
he visto antes los ojos de aquel niño.
Me miró y extendió su mano
tocándome algún recuerdo
pero yo puedo jurar
no lo he visto antes.
Estaba sentado en la acera
y así lo imagino en mi tarde
eterna. Yo he cruzado como tú
como un trozo de humo
perdiéndose en el cielo cómplice.
En mis horas de silencio suelo
escupir sobre los nombres
famosos. Caen presos en mi círculo
nada ni nadie puede salvarlos.
También me pongo a curar
heridas invisibles. Corto la carne
para dejar intacto ese pedazo
humano que el tiempo desgarra.
Pero hoy solamente recuerdo
la huella de aquel niño. Aun
me mira su insistente acusación.
Reduce mi vida a sus dos
piedras castigadas. Las notas
de la prensa ni los salmos
ni los por si acaso ni los futuros.
Nada puede contra su paz
seca. Ese niño es nuestro revés.
Sin el fuéramos otros.
Ahora mismo tu fumas.
Fumas y hablas.
Exhalas tus dones
y no puedes ver la cara
flotando en el deseo.
Si encontraras el rostro de tu amor
llorarías ante ese testigo.
No se si vive o muere.
Sólo se que su mirada pudo
alcanzarme. Solo se que en su sitio
estuviera sentado con placer.


Ojo que pasa de mano en mano

Meticulosa
la luz
acaso ya sabiéndose ascendida a la magnitud final
entró en mi ciudad
al honrado silencio
al instante eterno del recinto.
Origen y vestigio arden en la distancia.
Origen y vestigio entre horas y dudas buscando su punto íntimo.
Mientras en el charco de agua los reflejos arden
en la conversión de mis mapas
se desatan la paz
y el oro de ciertas tardes.
Es la hora Doña Carmen.
Es la hora de sentarme
bajo las frescas manías del árbol
del viejo parque.
Aquí
en una fotografía en blanco y negro
suelo mirar el salto de nuestras manos cosidas.
Antes era solo un charco cuya forma venía hasta mis ojos y dejaba ver mi rostro. Tú y yo ascendimos a sus delicias. Para que me escucharas regresando a un lugar inédito te dibujaba los siglos de mi voz aguada con el tono de las horas. Bebíamos vino y quietud y palabras -muchas palabras- bajo aquel árbol cercado por la gloria. Así he pasado hermosísimos silencios, largos y diáfanos silencios. Noticias húmedas y remotas meditaciones. Me he acercado a la orilla de la muerte de un hombre en la cruz.
Y si he escuchado esa música y puse sombras alrededor de la casa fue para volver a mi pequeño círculo de agua.
Si he tocado tus labios y volví a levantar las manos llenas de vino ha sido para mirar la sombra del árbol -vieja y extensa como una hierba milenaria-. Si me he puesto los ojos del otro ha sido para estar seguro de que fuera cierto. De modo que nada ha sucedido. Solamente hemos tocado un ojo que pasa de mano en mano.
Así mitigamos el aire caliente de los besos cotidianos.
Así nos deleitamos con las naranjas de aquel tiempo.
Así flotamos en la memoria de los inocentes.


El mar
a Clarissa y Tessa

Qué seres son esos que huyen de la sombra de sus árboles
buscando la clara ciudad donde serán ahogados por el fuego mentido.
Qué tiempo el que persiguen sus hijos.
Qué dolor cruzaron sus aguas.
Qué otro dolor trazó parábolas en el aire del pájaro imaginado.
Ya no quedan huellas en el mar de sus ojos.
Las estelas de olvido cercenan su carne y escalan
sobre cuerpos inocentes como sus cuerpos.
He tocado estos laberintos y quisiera regresar pero estoy perdido. Miré hacia todos los puntos y no encuentro aquella voz que me hablaba de sus malezas y cavernas.
Con una maltrecha esperanza y los pies ya raídos seguimos pisando las piedras.
Si tuviésemos ay si tuviésemos esa voz que nos recuerda el agua sola. Con agua sola curaríamos todas las llagas. Pero estamos perdidos en un extraño paraje. Pero estamos conquistados. Somos sus reyes y sus reos. Oh amor oh vida que sobre los caballos vuelas sin encontrar fin oh si pudiera yo salir a la fronda si pudiera internarme en aquel silencio en que duerme la piedra. Si pudiera besar a esa muchacha bajo algún florido mundo. Si los animales cruzaran por mis días como sueños en sus quietudes más feroces.
Pero ya nada es posible.
Huimos de aquellos bosques y estamos en el corazón de un hombre enorme. Somos su toro y el dudoso clamor de la multitud.
Todos gritan y el toro se acerca cada vez más.
El filo de sangre se enreda sobre la arenilla y sus remolinos brillan en los ojos de la multitud. Somos esa gente cuyos gritos arden bajo el sol. Volveremos a casa cuando los giros desalojen a la luz y la humedad se pose bajo el redondel hermoso. Ante los ojos hay un leve tramo que separa la plenitud y respira y entra a sentir el olor del misterio de un hombre que ha quedado solo.



Círculo

a Manuel González de los Ríos

El prisionero –a través de una diminuta ventanilla enrejada
ha mirado la luna. O –seamos precisos:
El prisionero –a través de una diminuta ventanilla enrejada
ha mirado un diminuto lago y allí el reflejo de la luna.
Como de un sueño -bajo una luz fina pero intensa
sus ojos entraron y salieron. Luego deshizo una postal.
Es falsa –le había dicho el otro inquilino de la celda
Somos los vigías del olvido –solo eso es cierto esta vez.
Al amanecer un guardia repite cierta parábola.
La escuché anoche –dice y explica el sueño. Después
salen a tomar sol y un hombre –trazando
una parábola cruza el aire azul. Si entramos en la historia
y creemos en su profundidad seríamos ese hombre.
La aventura consiste en detenerse y no mover ni un dedo
ni decir una pregunta. Estoy en un hueco del mundo
-ante mí mismo. Tropiezo conmigo. Soy el caos
de mi boca y el silencio que le brota. Las puertas no se abren
ante mí ni yo me abro ante el ruido antiguo de la gota de agua.


Paciencia china

El pequeño pabilo ha quemado su final.
El joven campesino –Lao Hung
no puede ver ya los ojos de la hermosa mujer.
Yo tampoco. Nada crece –entonces nada
crece ni se mueve ni es más que los cuerpos
cerrados y silenciosos en el fondo de la flor.


La línea I

La pesada marca negra
o blanca o roja
el ardor perfecto que aleja una visión de otra.
El cáñamo vertical
sobre y
en el agua
buscando la hora definitiva del pez.
La costa irregular
destacando una lengua
y esa otra palabra rancia: raza.
La sombra delante de la puerta
acogida a esa mirada atroz
que te detiene
y omite.
La que dibujó el inocente
partiendo en dos a un pobre animal
sobre la hoja blanca
e imparcial.
Antes -la infinita
en su destino
era el único punto de partida.
Antes era la que siempre cruza
la que nadie evita
la de otro color
sobre el color de la hora que la traza.


La línea II

Desolada -dijo. Yo pasaba
como aquellas hojas verdes sobre la docilidad de la roca
o como la palabra sendero o montaña o como un ser fugado de sí
o como un colibrí hacia la invención de mis horas.
Eso habrá siempre entre las fabulaciones de mis páginas. Un colibrí
cruza -insisto. Son mis páginas. Es la tierra.
Desolada tierra esta, susurró. Línea
a línea se iba trenzando una señal -y otra
en la sombra que abarca su instante
y la codicia. Más allá nada suena
como la mano y su toqueteo en la madera
de la vieja puerta. Más allá el cuenco
de una mano y su silencio. Más allá
la similitud entre augurio
y el adiós y una fábula sin palabras.
Desolada, esta áspera tierra y su voz
que no pesa en su propia terquedad.


A orillas de un río

Mis ojos se acomodan al paño de agua
y como cualquier testigo lanzan sus preguntas.
Dos diminutas piedras atestiguan la vastedad
del mundo en la cómoda certeza de lo que no
alcanzan. Mañana podré ir hacia un lugar de
la casa y beber vino dilecto en las caricias
frescas del don elegido por una verdad.
Una palabra bastará para sentarme
ante la transparencia del alivio.
Es lo poco que ahora puedo descifrar.
Echaría mi carne para alimentar la esperanza
de otro pero eso no servirá de mucho.
El otro también ha perdido esa costumbre.
Ya no solemos mirar las horas
y los libros como una tarde.
El otro también ha olvidado ciertas palabras.
Va hacia la cocina y contempla la olla
creciendo para la tarde que se clava
sobre la mesa. ¿Que habrá hoy
sobre la mesa? Se preguntan.
Salen a reintentar un tiempo en la duda.
Mordidos como misterio ante el paso
se quiebran y no dicen ni una palabra
más. El silencio es el golpe.
Hemos visto arder el sueño
y en el los deseos furtivos de la niña.
Ella lee la página y canta.
Su libro ajado muestra una página.
Sobre su blanco empiezan a crecer
las sombras de algunas palabras.

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