Inventario de una expedición

Katia Gutiérrez Miró

De cómo un verso de Lezama contiene toda eternidad y otras regiones

El tiempo lleva los colores de la voz:
retorna y salta la distancia nuevamente.
El tiempo es eco de la imagen que se escapa
que no comprende su volver y su apariencia
no sabe el ritmo de su mármol hecho verso.

Cuando eres tiempo amigo mío te me escapas
porque eres tiempo espejo siempre no conoces:
transcurres solo hasta la voz
hasta la fuente.
Yo te defino
escucho el verso el tiempo el eco
me hago de mármol ritmo y gris:
color de huída.

Luego serás seré (nunca seremos)
y habrá otro escape
otra vida definible
con otro verso y otro espejo
otra apariencia
hecha de tiempo pues la voz nunca termina.


Cólera del amor sin tiempo

I
Enma Zunz está enfrentándose al amor:
un Hombre
o la primera herida aún caliente
o la más cara construcción violada
o la inversión de culpa y deuda
o el castigo para reconocer que en el principio
una mañana frente al mar velado
muchos años después
va a aceptar lo posible de comenzar a buscar lo que perdiera
o su futuro
para siempre.
Porque todo el Hombre es descendiente de su padre
a todo el Hombre coserá el sudario un día
a todo el Hombre buscará desde el tamiz
en el final
eternamente.

Para amarlo
Enma Zunz vuela y se aleja de la tierra
elige el verbo más común
para decir que está aguardando en las alturas
confabulada con un tiempo inexistente
tremendamente circular
—como el amor —
que gira todo el tiempo hacia la izquierda.

II
A cuatrocientos y un kilómetros del este
salvadas todas las distancias
y marcada desde siempre por su padre
Emma Zunz ha encontrado no al otro yo o a su reflejo
—nunca ha buscado repetirse—
sino
sencillamente
al Hombre que ha zarpado de otro puerto
acaso de otro cuerpo
el mismo puerto en las alturas
que sabe de la cólera y el tiempo
acaso del amor
de una conversación en la penumbra.

III
Emma Zunz se revela a la visión errada
aun cuando el Hombre sigue cerca y se confiesa ambivalente
orilla incierta
Hombre.

IV
Ella no sabe el verbo en Dios
no comprendió jamás
blasfema triste los botones del sudario
porque sus manos siguen fieles a la tierra no heredada:
conserva intacta la intuición aunque no sepa
aunque imagine la estampida
o que se aleja
o que desciende
o que castigo y culpa son otra parte en la extensión
sin cometer
sin merecer
aunque vea al Hombre sonreír en la distancia.

Al fin del tiempo sin amor
sin accidente
la cólera comienza a girar hacia la izquierda.


Estación cuatro

A sólo un paso del final y del principio
sé del vaso en el borde:
yo la sed.
Por un instante quiero ser sujeta al tiempo
pero estoy sólo a un paso:
el instante y el agua
—como el vaso y el tiempo—
habrán de ser nuevamente en el principio
en el final de toda sed.


Moradas

Estos hierros, esta piel,
esta cárcel que padezco
y de algún modo merezco
me hace redundar en hiel,
en la blasfemia, en lo infiel
sobre la tierra heredada,
padezco:
esta es la morada:
veo la marca inobjetable
de mi rastro, el insalvable
tiempo que me sigue:
nada.

La ruta es también el filo,
lo siento por el bregar
inconcluso, y el rogar
es inútil, pues el hilo
que me conduce está en vilo,
es deuda y lección que aprendo,
o que intuyo, o voy teniendo,
o que traslado, en vital
sentencia como espiral
sobre mi cuerpo ascendiendo.

Porque a mí mismo levanto;
ello es lo que ratifica
Su señal, y mortifica,
y hace mi piedad quebranto
y vuelve blasfemia el canto
que pueda entonar a veces:
cuando soy más que las heces,
cuando no importan pobreza
ni el deber ni la maleza,
y sólo soy queja y preces.

Ante la reja insalvable,
sin excusa ni razón,
queda mi fe sin pasión,
casi sin vida, improbable
porque no hay marca que hable
en el Todo, en otro ser
que va en mí:
no soy poder,
no soy Dios ni irreverencia;
soy,
cada vez más,
conciencia;
me alejo del suelo a ver
cómo, siendo lo que soy,
también me convierto en hombre
que puede arriesgar su nombre
y volverse lo que doy:
apenas un rastro:
hoy
que es un día o son mil años,
que es eterno o son los paños
con que cubro mi existencia
sin tener —¿será inocencia?—
la cuantía de estos daños.

Así, la piedad se aleja
—la que les tengo y me tiene
Dios—,
o el hombre que sostiene
mi cuerpo que, erguido, ceja
y vuelve a caer, me deja
hecho un caracol, un signo
de lo reencarnado, el digno
infeliz que llora y carga
lo que es su cruz y su adarga;
lo que me confirma indigno.

¿De qué?
de piedad maldita
que reaparece y no quiero:
no es el latido que espero,
no su dolor que me incita
a salvar lo que me irrita
aunque sea oblicua su rama
pues amo a quien mi odio ama
y en la muerte y su dolor
—o su cambio de color—
la piedad se me hace llama.

Y entonces soy otro y yo
mismo, y lo que siento es
de hombre y molusco o tal vez
de sentencia que cayó
pero que no destruyó
sino que me hizo indagar
la razón para aquí estar
aunque precise de ayuda:
la caridad y su duda:
lo que no puedo explicar.

¿Muerte?
¿Vida?
¿Este planeta?
¿Y su causa?
¿O el manido
dolor que me ha sostenido,
que me ha hecho tener discreta
felicidad, ya sin meta?
¿Vegetal?
¿Roca insensible?
¿Qué debo ser?
¿Un risible
ente gobernado?
¿Un ciego?
¿Sordo?
¿Mudo?
¿Sabio ego?
¿Lancha varada en la playa
de Dios?
¿Debo ser la malla
tramada y deshecha luego?

Mas, cuando el hierro, por fin,
acaba, recibo el peso
de mi deseo y soy preso
del dolor que siento sin
lo que tanto he amado:
al fin
no soy más que Su presea,
Su adorno mientras pasea,
Su blasón mejor colgado,
quien debe tener cuidado
con las cosas que desea.


Pequeño

Para René Fidel González.

Desde las tres comenzaré a ser feliz.
Antoine de Saint Exupery


Inasible, atado, cómo
definir la melodía
hecha en el mármol de un día
y que se acerca al asomo
donde me doy y no domo
la condición más cercana,
la edificada mañana,
o ayer, o la otra materia
viva de azar: periferia
en que me atrevo y, ¿quién gana?

Con la piel domesticable
se condena el caracol
a sí mismo a ser el rol
de quienes no son contables
por la historia.
Y no culpables
resultan buey ni felino
ni animal otro:
es el sino
con que se arrastra el molusco,
con que Dios dice: “Reduzco
tu existencia al pergamino
que es la tierra.
Y sea tu casa
sobre tus hombros constante
y pesada,
o agobiante,
en una carga sin tasa.

Y sepas que nunca pasa
porque así es como lo quiero:
Yo domestico primero,
tú obedeces y deliras
con poder, a mis mentiras,
convertir en aguacero”.

Blasfema el molusco —grito—,
pues soy yo mismo el tan fácil
sujeto de esquiva y frágil
epidermis, ruta y rito,
que sabe —sé— lo infinito
del mármol y el mediodía,

sé también la apostasía,
sé lo bueno, lo abarcable,
lo que confunde, lo dable
de domesticar un día.


Deo volente

No hay aquí sino palabras, precarios modos de intentar salirse o penetrar o concebir el salto y la pradera que, como atisbos de la certidumbre, ingenuamente deseamos.
A una persona no le queda más remedio que creer en esos modos, y figurarse que es esa —tan sólo para ella— la única manera de salvarse. Así, buscando y más, llega al total convencimiento de que esa pérdida o ganancia —y nunca otra— es el sentido de su vida.
Por eso percibe y se involucra, por eso indaga. Por eso se hace con la vida de los otros. Por eso es un remanente de piedad o de demencia. Por eso acaba convertida en una imagen irreal, distorsionada, perspicaz y precisa de otras vidas que no son. La suya propia nunca es. Por eso anda. Para eso sigue.
Y para ser, medianamente, en ella misma, esa persona ruega a Dios que no confunda su mutismo, que haga el milagro de un instante en la ceguera —en la más simple humanidad— donde el amor sea algo levemente puro y no la letra con que escapa hacia lo ajeno.


Cuál la naturaleza de las cosas

Cómo explicar que no estuvieras mientras yo te buscaba en el sinfín de cada una de mis pérdidas y te inventaba en todos los rincones de esta ciudad, que para ti son absolutamente ajenos, tan descompletados de sentido como ningún otro territorio.
Cómo explicar que no existieras más que entre los pies de una revelación, en las espigas de la futura adversidad. Cómo explicar que no te hallaras sino en las confusiones de quien aún no era adolescente, no más que en la oscuridad absurda de mi misma que ignoraba tu presencia, del mismo modo en que cualquier otro mortal puede, sencillamente, no saber.
Cómo explicar la aparición de sucesivas e inequívocas sentencias o caminos o expresiones de tu nombre que confluirían en la necesidad de completarme en tu figura, de aproximarme a lo que eres.
Cómo explicar, ahora, tanta recurrencia inevitable, tanto deseo porque estés y no desaparezcas. Cómo explicar que insista en imaginarte convertido en una manera de la felicidad, aun cuando vaya contra toda lógica, contra todo lo que ha sido siempre.
Cómo explicar si sueño con tu espacio y con las formas que podrías adoptar. Cómo explicar si te escribo y es casi, casi como si te hablara y casi, casi como si me amaras y entonces, sólo entonces, estas palabras, este silencio, estas huidas, este lugar común pudieran explicarse, razonablemente, y desaparecer.

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