Inventario de una expedición

José Ramón Sánchez

VI Ajedrez

En jaque mate comienza la partida.
Y en todo disminuye por el tablero
su enigma interrogado. Y a su contacto bicolor
no me sustraigo, que su contacto fija la mano
a otro descanso si el adversario no me coincide
y va a otro extremo en el tambor batido
por la seca colmena de mi oído.
Y en vano el eco es florecido en otro centro
pues la palabra contraria del ajeno va resultando odiosa
donde habitar los giros del tablón expresivo
que se atrapa y concilia por las esquinas
respiradas del aire sujeto a los cuerpos
y cubierto de palabras hasta el techo
y hambriento casi por el suelo y las hormigas
y las dispersas sombras que se suceden invariables
por objetos cerrados como el cerrado olvido
de cuanto falta para tener el despido que agita.
Por entre horas no rehúso por el juego la sorpresa
volver a mí que expulso de la partida sin ocasiones
(que no concluye) la solución que se da como triunfo.
Están con otra luz las piezas para un barniz de polvo.
Marcadas sin huellas no responden al desastre asumido.
Y para luego su verde tierno de los frutos tiernos
con su deleite comedor que posesiona lo agresivo
de los cuerpos en tales ramas, y en los intentos perdidos
a cada paso de la jugada entregada y posible
si yo la arriesgo al dictado que me impulsa
colgado en el revés seguro y su madera.
Descuelga por gotas el alero su denuncia en las mejillas
acariciadas al llover para abrigar rendiciones y desearlas
mintiendo el apetito de mantener lo vivo porque crece.
Que la partida acabe es mi pregunta. En un peón está
y avanza de nacer finales.



IX Murciélagos

Hay murciélagos. Supuestamente existen:
Yo los creo.
Giros erráticos. Desligada procedencia
los apresura.
Baten. Baten las alas,
y puede tejerse el viento como idea
que se inclina a mis espaldas
y de pronto volverse perpetuo
el deseo de la palabra.
Una. Diez vueltas más y no terminan.
Cualquier paloma es bella imagen,
pero ellos siguen.
¿Adónde?
De vuelta siempre y cierran un círculo mayor.
Están y el aleteo prohíbe el incendio de los sentidos.
Enlazar el espacio con el grito que me pertenece.
O solamente que mis manos marquen el papel.



IX Cubierto el lobo

El lobo: Cordel veloz que por mi odio pasa,
me admite. Estoy asistido por la baba que gasta.
Me supone el vestigio que lleva soportado.
Yo, colmillada fiel y regustada en fuego tenaz.
Fuego que seduce y recibe los rojizos copos de bronce.
Del lobo, la pelambre miente cañaveral de liebres.
Mastico personajes que me iniciaron y habitan.
Entiendo sólo a éste. Su trabazón y el banquete.
Ronquido voraz como un idiota tenido en el sabor
que el gusto concede.
Hablado el sol deshace su éxito. Artesanal voz
y redonda. Obispado que interpretan los vivientes
mientras la punta de pelo gris se repite en formas
de agotarme para sentirse avergonzado. Yo fui
avergonzado. Para imitarme, desnuda lengua del valle,
barriendo este animal en juego que recita la luz
(marino en años) de un puerto que interroga.
Pero al otro estío vacilaba, más allá de la cabeza
guardiana, su peso comprendido. Y el lobo, que no me piensa,
alerta de músculo colmillado. Y en el gruñido,
fuertes las patas tiesas: Todos así.
¿Diré que el lobo es un ácido corruptor y combativo?
El miedo con la garganta hundida.
Su harto estómago asimilable. Letanía del cuerpo
que me acompaña en resistencia, puesto a no morir
mientras me alcanza llevar el rastro con párpados cerrados,
la trompa herida.
Las hojas tenaces del lobo son yemas cultivadas
en el bastón tuberoso. Su fiebre asoma confundida
con el hombre de rodillas servidas en caer,
y maniatadas para su aliento que es odio tímido,
no abierto, errante por sudorosos cuartos
traseros y golpeados.
De veras el hambre da su acento en el lobo.
Y en la guarida al patio nuestro, de veras basta
despojarse por el otoño y re-crearse, ser rebasado.
En cántico por el sonido oscuro
extrañamente anuda los azules juguetes de la tarde.
Luego sentado se incorpora al perro y lo seduce
con las rojizas gotas de su lengua, por el cuero lamidas,
y más adentro engorda, maduro por el tronco.
Quizá perfecto bajo la sombra que entrega.



XVIII

En la pausa del valle, el día, bajo la noche absoluta,
crece. Voraz destruye las bocas del silencio.
Lejano el mar responde. Un ciego sol preside.
El aire detenido ya no es aire. Es un cuerpo sobre otro.
Lanza el tiempo estos cuerpos al futuro. En los rostros
abre la muerte su flor. La vida es el fruto de esa flor.
La carne se nos vuelve fruto y flor.
El día está completando su verano.
La noche virgen, fluyendo, se acumula y goza.
Un eco sombrío y un sol exaltado la anuncian.
¡Qué hoguera espesa de transparencia lúcida
alimenta la noche! Arde la piel en esta hoguera y cae,
vistiéndonos de miedo: ¡La noche es nuestra!
La ciudad resuena en su profundidad.
Otra ciudad de silencio edifica ella.



XXI

Si desconozco a veces
entonces temeré
perdido en años no elegidos.

Conmueve aquel pasado
ávidamente mío
y ausente de un
¿saber?
que tanto llama y clava
pregunta inexorable
al borde de la nada
como un ciego favor de la materia.



XXIV

Una voz sin oído
miente apenas, y dócilmente cae
tras el silencio y soberbia
que los perennes lazos
de su pecho, encierran:

Sedientas palabras
sin ocasión ni cuidado,
callado gesto de olvidar
que defiende y guarda
la sombría espera
de advertir un sol.

Llamar es la penosa
distancia del vencido.



XL

Se derrama la noche invernal y enciende su oscuridad
como una mancha en lo alto: hondo estanque
sin orillas donde los perros se fornican la Luna
subidos en sus perras. La copa de un árbol danza
con la brisa. Los caminos del Sol desvanecidos
se igualan. Y el tiempo surreal asume y abandona
prontamente. Su palabra es fiebre de palabras:
grávido lenguaje del deseo. Mi madre duerme.
Gira la tierra entre dos crepúsculos. Yo velo
su sueño. Con una copa de sombra a cuestas.
Y aproximo el noviembre inicial que autoriza
este juego donde la madre se vuelve criatura
pequeña para el hijo. La presencia del sueño
en la noche todavía no es cierta. Sólo es presente
y cierto un manto de negrura, aéreo y líquido
donde los rostros adquieren rasgos más benignos
y la mirada late transparente y lúcida.



El monte Stugunoset

En 1850 Johan Christian Dahl, pintor del verano
noruego en Dresden, Alemania, miró por siempre
un monte: Templo de la piedra, no para el hombre
que busca la respuesta de su sangre cayendo
en vertical tremenda, sino por el reno, que levanta
en cada punta de sus cuernos la luna noruega,
para el reno, que sube al monte interrogante,
y traza su límite: Límite de la roca
y un roce gris de nube que sostiene, límite
definitivo (aislado en sí) que no acaba.

Johan Christian Dahl con su viaje
articuló la memoria del monte y un ruego:
Un monte y otro se igualan en ese espacio
vacío que es el tiempo. La memoria
universal abarca todo ruego.



Cuando el lenguaje que designa lo futuro…

Cuando el lenguaje que designa lo futuro
nada signifique, y se haya liberado cualquier
íntimo gesto, y al universo mis pupilas
sienta renacer (sabiendo el poder del tiempo
que nos integra y gasta), y abarque la insalvable
realidad que nos condena, y el distinto espacio
que habitamos densamente sea posible,
yo a ti, lector futuro, te negaré porque agotas
la salvaje plenitud que se me escapa.



Quiero hacerme perdonar…

Quiero hacerme perdonar
por las palabras que entrego,
pues humilde
mi corazón no ha sido,
ya que odio y maldad
he prodigado en secreto.
Declaro y firmo
con mi nombre: no hay máscaras
ni asumo la impostura
de hablar por otros: la violencia
consume mis estériles días,
borra la nostalgia y la memoria,
impide cualquier cariño, me diseca
los músculos, me agota,
es mi fuerza, y la denuncio: un yo mortal
que irradia
de abismo a superficie.

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