Inventario de una expedición

Herbert Toranzo

Primeros indicios del proscrito

Y si vuelve le abriremos la noche
porque su luz no sangra de los ojos.
Que se anude a los torrentes como un arpa de lluvia,
mortecina demencia del pez enterrado.
Que nos hilvane a tientas el quejido
besando cuerpo arriba,
país arriba
para escarbar su penumbra,
su fallido remanso en el mistar.
Vendremos tibiamente a desatarlo
desde el cieno donde pacen las entrañas
o la noche se abrirá sobre nosotros.
Él sobre nosotros, el incurable filo,
y otro cuenco de luz que se humilla,
y un perro silencioso junto al fuego
devorando sus manos.


Aguas del espejo

Y aquella voz, peregrina
de la muerte a su figura,
como cristales. Impura
va cerrándose la espina.
Y aquella luz, que termina
con algo del pecho a cuestas,
me vio caer. No son estas
aguas el fin del tumulto.
Quedo en mis manos oculto,
menos pobre, sin apuestas.

El alma, grito en reposo,
noble paraje. De bruces
vuelvo a recoger las cruces,
huérfano de mí, frondoso.
Tarde me habita el esbozo
de la fuga. No despierto
con más de un temor abierto
sobre la frente. Mal día
para quien es todavía
la palabra en el desierto.


Sonido del silencio

Hágase la develada
reencarnación de mis pies;
fluya el mármol a través
de sus intemperies. Nada
como la sangre en la espada
nimba el eco de esta hora.
Nadie es el rumor que aflora
de lo oscuro a sostenerme.
Soy vastedad que se duerme
sin hijos, profanadora.

Guarda para mí su abrazo
la luz, el frágil estruendo.
Peña celestial cayendo
sola, del fruto al ocaso.
Lábrese el dios que rebaso
con mis dos almas, tendido
cual fronda bajo el sonido
rival del silencio. Breve
refugio será la nieve.
No hay huellas. No me despido.


El dios muerto

Y las almas conservan el hartazgo
de mi antigua preñez. Cavan mi herida
con ensueños de lámpara vertida,
y apacientan el rostro donde yazgo.

Semejante al silencio, da conmigo
la noche, desventura inexplorada.
Bajo su resplandor la muerte es nada,
Golpe de mar apenas enemigo.

Mas no guardo los ojos ni desciendo
buscándome, traidor de mi lujuria;
No soy yo quien fulmina y desespera.

Con la luz algo virgen va partiendo.
Tórnase manantial, visión espuria,
cual si un niño febril se despidiera.


Puente sobre el estigia

“Sail away, sail away, sail away…”
ENYA
.

I
Tiene la memoria su comienzo en el río,
el margen insepulto de la huida
persiste, vuelve sobre sí
como haz de imantados sueños
donde es otro el pesar,
el que ha perdido sólo un nombre,
una garganta.
Mientras, a la deriva pasa el mundo
pródigo en ultrajes,
a despecho de sedientas orillas,
y nadie cae, nadie es más hondo que esta luz,
inclemencia trazada por los pasos.
Afuera me abandono, libre de todo espejo
que el bautismo sosiegue,
transcurriendo con el rostro de las aguas,
feliz para siempre de mi viaje,
sin comienzo ni final.

II
Impávida reliquia,
bosque lacio de abrojos,
como engendrar un astro y ser más grande,
más privado de sí.
Vivir naciendo, en ahogada quietud,
y la muerte del otro que hace sombra
tan igual a unas manos,
a una llovizna profunda;
pero la muerte.

III
Hallarás el fuego por su rastro en el hombre,
la tiniebla mordida como de ancha muerte,
y sabrás que no alcanzas,
que debió llover sobre tu sangre muda
cuando era justo el pan del sacrificio,
latigazo hasta el fondo, tenue demarcación.
Hay un miedo que irrumpe,
que atraviesa fragante y nebuloso
por la arena y sus orlas,
un resquicio de luz donde afianzar los pasos,
necesario eslabón para evadirse,
para no ver las aguas tan perpetuas
clamando en pos de ti con la aridez del sueño.
Todos buscan arriba,
se aprestan amargos al enjambre,
al cansancio brutal de las formas
como no manda Dios,
pero tú acogerás al fuego en tu clemencia,
del recinto que eres ha de abrirse el retoño,
las espaldas suntuosas de la noche,
y quién pudiera entonces redimirte,
deplorar el camino, la oculta ribera,
y qué aliento de luna va a quebrarte los ojos.

IV
Que no erigieron sus mares el crepúsculo,
su desierta plegaria, letargo frente a mí
sin cabida para el ser,
aquellas arcas breves que se hundían
sobre el oro más callado, el imposible.
Se le vio doblegar como un eco la distancia,
la llama rigurosa del puñal,
uncido a los espectros
con el regazo en flor, en sólida penumbra
donde apenas un árbol me soñaba.
La cicatriz que soy muere deprisa,
queda atrás como un vino silencioso,
tal vez único asidero,
y abandona su instante de escapar,
isla también, y cuerpo desvaído
largamente a salvo,
sumido en el perenne corazón.
No preciso del viento ni la barca
si ando copioso entre sus venas
y hago saltar el vidrio, el firmamento
mientras un dolor sagrado se avecina.
He zarpado hace mucho,
soy el viento, la barca y el rotundo velamen.
Tengo el destino roto y he llegado muy lejos.

La muerte y mi muerte se contemplan todavía.


Surgimiento

La renuncia también, la asible danza
profesan el dolor de estas orgías,
amago del espíritu, sombrías
formas a contraluz, en lontananza.

Para evadir el tiempo fui creado,
como espina en la sed que me circunda.
Llueve dentro de mí. Larva profunda
soy de algún espiral, breve soldado.

Antes he perecido, torvamente,
sin el desnudo afán de las arenas
mutilando mis ojos, mi reflejo.

Cada signo es un agua diferente
sobre el nuevo dolor, murmullo apenas
que nacerá del vórtice, perplejo.


Ojos de perro azul

A Polina Martínez, después de todo

Porque ya hemos visto en el cuervo
y en los ojos de la piedra.
Fue zanjada nuestra limpia solidez
en época de arañas. Porque ya hemos visto
y en el atrio iluminado se nos busca
dibujables como arena, retornando siempre.
Soy acaso el mismo brocal,
tus pájaros muertos, nieve de tus hombros.
Ya estaban aquí, al extremo del hijo,
bajo la lumbre devastada,
entre cejas y arabescos
muriéndonos alguna vigilia.
Pudo mi mano dejarse flagelar
mientras contemplamos el alma de la bestia,
la inhóspita virtud que nos ofende.
Pudo estirar sus eclipses,
madera dormida sobre sueños de opio
cada vez que ante la Voz mordí mis ataduras.
La forma del aullido en algo te recuerda,
en este sacramento dócilmente oscuro
donde se han inmolado culpas inefables,
océana visión de espaldas a la fiebre
si ningún animal velaba nuestra herida.
No hay amparo en el tiempo.
También a contraluz carecemos de rostro.
Este será, en fin, el único dolor.
Esta es, en fin, toda la muerte.


A través de la bruma y los peldaños

Lejos, íntima campanada
cual Dios que se burla
ciñendo sus ningunos apellidos.
Urgencia del árbol solo
en abrupto secreto. Sin ultrajes.
Conservo lo jamás, lo demasiado,
este rumor de arena
vencida para hollar mi rigidez,
pero cae sobre el pecho un oro agreste,
una velada faz de la sombra
cuanto más hondo me escucho.
He perdido mi rastro en las afueras
por donde vuelve cansado el hilo
y todo naufragio me desciende.
Otra será la visión del agua,
contorno apenas hecho, increable,
con el temor de quien busca entre cenizas
la perpetua garganta de su edad.

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