Inventario de una expedición

Pedro Llanes

Jinetes oscuros

Deja que la noche entre con sus nieblas
y sus jinetes oscuros en el molino;
deja que desparrame sus manos
recién llegadas a través del vacío,
y ven junto a mí por las sombras,
donde cantan sigilosas las bestias.
Ven sin mirar las siluetas
que mueven el espejo en la luz
y deja que la noche desparrame sus manos
y sus jinetes oscuros en el molino.


Agua, fulgor

Hacia el atardecer las sombras son más suaves
y los maniquíes con lenta turbulencia vienen
a remover el agua de nosotros dos.
La misma agua que hechiza las siluetas,
donde corren los animales movedizos
y el flechero silencia sin saberlo.
Amada, déjame decir tu nombre
recóndito y misterioso como las aguas
que abren el círculo de la cuaresma.
En lo oscuro el desfiladero parte,
las entrecruzadas líneas de los maniquíes,
a quienes he visto irse por el remanso,
casi letánicos al atardecer.
Al atardecer el flechero se evapora,
y la araña de la sala ya no sueña,
porque está ardiendo también con tu fulgor


Minuet con arena

Nada escucho en tu rostro
hecho de un cendal tembloroso,
ni en tus manos donde se abisma
la transparencia de las vastas marinas.
Te siento venir por la luz
y entre la luz escurrirte
en la ignición de la lluvia
cuando la pradera se enciende.
Amada dame tus manos,
hermosas como la ceniza
para beber en la oscuridad
su melodía abisal.
Amada toma mis manos,
refluyentes de fría arena
y escóndelas para siempre,
en el filo de los arroyos,
donde bate la inanición
y somos como ramilletes
lamidos por el vacío.



Yogacharya en el cielo de Flandes

A mi amigo muerto Evelio L.Capote.

El maestro Yogacharya asediado por los fantasmas
se esconde en el puesto de los artífices:
el aire de la mañana revuelve el olor de los dólmenes
que bate invisible contra los muros.
Los mandolinistas abren el cielo de Flandes,
empozado en los ojos de Yogacharya.
Un gato pasa a destiempo,
bajo los profusos celajes del sur.
La música de las mandolinas destroza el estanco
donde el gato se junta con él,
para quedar brevemente restituidos,
en el sitio límpido de las cornisas.
Vienen con los caballos los gendarmes azules
atenazados por el silbido del látigo.
Sus cuerpos giran en el aire trémulo
de los bisuteros y el martilleteo de los caballos.
Los unos y los otros ominosos avanzan,
fijos los ojos en el puente de muerte.
El gato se detiene para lamer el silencio,
y justo a la llegada de los gendarmes,
el maestro Yogacharya se marcha
con los mandolinistas que abren el cielo de Flandes.


Para Katy

En tu copa veo las lápidas arremolinadas
y veo las ciudades en el silencio.
En tu copa veo las inmensas planicies
y también el rocío del amanecer.
Veo la lluvia maravillosa,
por la que escapan las bestias y los guerreros.
En tu copa veo sus rostros y sus ojos,
veo a una muchacha sobre las mieses.
En tu copa veo el vuelo de la gaviota hacia el norte
y las mariposas hechas de ascuas oscuras.
En tu copa veo los abismos sin fin.
En tu copa veo los árboles encantados
cuyas sombras caen dobladas contra el vacío.
En tu copa veo venir el abanico del fuego,
profuso y silencioso como la muerte.
En tu copa veo animales ajedrezados
y el resplandor del tilo y de la ciruela.
En tu copa veo un patio fragante y un mantel muy blanco.
Ay de ti, aldea de silencio.
Ay de tus muros y de tus vírgenes,
yuxtapuestos y revueltos en la turbulencia.
Ay de tus sombras como caravanas
dispersadas a través del crepúsculo.
Ay de ti aldea de silencio
Ay de tu senescales y tus tasadores
vueltas las cabezas contra el árbol del odio,
al compás del treno de sus ramas.
Ay de ti, ay de tus taciturnos y tus nigromantes
confabulados en la indiferencia y muertos para siempre.
Ay de ti, aldea de silencio,
Ay de tus panderetistas y tus agoreros
cuyos rostros son el dulce pasto del fuego.
Ay de tus guardianes en las puertas
Ay de tu agua hecha de ponzoña,
en la que ya no nos vemos los ojos.
Ay de ti, aldea transida por el silencio.
Nada sino el hilo
difícil de la araña,
vuelta a la oquedad
ístmica del desván,
ora maestresala
donde plañe lo oscuro.
Una hebra es a otra
tabla, zaquizamí,
sin que sea la araña
quien desdobla nocturna
tensando la espiral
—tiara, pífano, luz—
y una y otra vez,
devenga para brujas,
ya jánica, dos caras,
hilandera luctuosa.
Es ya muy tarde. Las sombras chisporrotean
alanceadas por el terciopelo y las temblorosas agujas del agua.
Ven, no temas amada; vamos conmigo al remanso
que hace el estanque en lo oscuro.
Paseemos juntos. Que sienta tu cuerpo
y tu prístino efluvio de espectro,
porque las líneas enlacen
tus manos, dos ramas vacías.
Mírame en la extrañeza
del frío molino arrasado.
Ven no temas, amada, vamos conmigo al remanso
que hace el estanque en lo oscuro.
Oscuros guerreros al borde de la planicie
derrumban el lucero chisporroteante
y el naipe nocturno de la floresta.
El espacio de las amapolas gira dentro del grillo
escondido en la hoja recién abierta
mientras la música sobre las tejas y las tataguas
incrustan su responsorio a ras del molino.
Siento a los oscuros guerreros,
deslizarse por las paredes del pozo
hasta una dimensión embebida
en la concavidad y la espuela en el liquen.
Oscuros guerreros al borde de la planicie
me buscan entre el susurro del agua
y los escarabajos que vienen a remansar.
La noche recompone en las sombras
sus guanteletes y sus rostros que escrutan
el cintillo húmedo de las pilastras.
He visto a los oscuros guerreros
llevarme a través de las hilazas
de sus múltiples manos decapitadas,
para marcharse bruscamente por el agujero
y el batir de alas de la floresta.
He reconocido turbios y de cara al vacío
crateras, cenefas, táleas traslúcidas,
mariposas, pesebres recubiertos de alfalfa,
y esa visión no pudo menos que enceguecerme
como las personas que van a morir
o quienes saben con sobresalto las trayectoria
de los animales a través de la niebla.
Fue en lo oscuro y como estábamos en invierno,
nuestros rostros eran crueles, dulcemente crueles
y a decir verdad casi que no te veía
ni veía partirse en tus dedos las anillas
en tanto tú sólo entrecerrabas
al agua trémula sobre la alfombra.
He reconocido flores marchitas
carbunclos, estanques donde sobrevolaban las flores
y me he sentido con la misma fuerza,
que nos desborda después de pasada la lluvia,
pero es inútil insistir
buscar el filo de las corrientes,
pues la nada ha comenzado a devorar
la equidistancia en que ya nos vamos.
Nada sino el hilo
difícil de la araña,
vuelta a la oquedad
ístmica del desván,
ora equilibrista,
ora maestresala
donde plañe lo oscuro.
Una hebra es a otra
tabla, zaquizamí,
sin que sea la araña
quien desdobla nocturna
tensando la espiral
-tiara, pífano, luz-
y una y otra vez,
devenga para brujas,
ya jánica, dos caras,
hilandera luctuosa.
El pájaro revolotea,
va y viene hasta el cielo,
y luego prueba a devorarme,
abrazado angustiosamente al abismo.
Lo he visto picotear con desaliento
enhiesto y resplandeciente mis manos y mis sienes,
como un nuncio de la inanición.
El pájaro se balancea
traído en la tempestad.
Siento su hoguera muy cercana
y uno a uno sus picotazos
que viajan siguiendo la muerte.
He despertado mientras se iba
aun ahíto de mi cuerpo
y no hice nada por detenerlo
ni detener su incesante revoloteo,
porque el pájaro dejaba de existir.

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