Inventario de una expedición

Francis Sánchez

la tarea

esta misma mañana volví a dejar la escuela
con la camisa rota y el cabello revuelto.
ah dios, esta mañana misma—: de pronto, he vuelto.
sobre mi vientre el sol repujaba una espuela.
la angostura del cielo como un ramo de tiza
traía entre los dedos, sin ver dónde rayaba.
ciego el aire por montes de jazmín me aguijaba.
¡qué jinete tan ágil yo era sobre mi risa!

cuando mañana vuelva allá, pondré en un vaso
el ángel de alas negras y anchas como los rizos
de aquella niña alegre que nunca me hizo caso.
aprenderé a guardar mis labios en los suyos,
y a cazar, con la punta de un lápiz, los concisos
silencios —¡dios!, ¿mañana...?—, los obesos cocuyos...


Responso por un niño suicida

A la memoria de Yuri

¿Qué burbuja de sangre y silencio te eleva
a través del sol lejos, hacia un infierno dulce...?
Ojalá ya un flautista a mí también me expulse
de este universo, como el que ahora te lleva.
Mis sueños, en manada, tras una canción nueva,
hipnotizados huyan de puertos y ciudades.
plenas, púrpuras frutas: ¿qué árbol de qué verdades
ampara a los suicidas? Sentado en una rama
alta, frágil y espesa, velas cómo una llama
torcida crece a costa de nuestras propiedades.
Desde donde estés, mírame. Con tus ojos, se alfombre
la plomiza memoria de mis rabias y ruidos.
Diluías en espuma tus manchas, tus sentidos,
le quitabas a Dios letra a letra su nombre
condenando las puertas que van del hombre al hombre.
¡Mi alma jamás aprenda a sentirse segura!
¿Con qué temblor, con qué corpulenta blancura
ya entrabas a la vida, que hirió tus ojos tanto?
Préstame sólo un poco de ese divino espanto
para no acostumbrarme a andar en la espesura.



Última miniatura de Boloña

Vedado

Corazón mío,

este que no empaña
el vidrio de las manos cuando al polvo me cierro,
opone hondas jorobas al tiempo color hierro
y a sencillas costumbres que subastan la hazaña
de sentirte a mi lado. Parece apenas caña
hueca, desencajada por una suave brisa
del mar, y con él debo plancharle la camisa
a algún nieto, o pasar un paño por el fondo
de los platos… Te escribo, sin embargo; me escondo
para hacerle agujeros al tapiz de ceniza
y silencio que ufana tejí mi vida entera.
Mientras iluminabas las gradas espaciosas
de la música, dándote raros signos sus losas
y columnas, yo ardía muda como la cera.
Me sentí a buen recaudo porque mi hermana afuera
vio una nevada, y dijo: “Tú eres el manantial
del eco que no cesa, luz viva…” ¿Qué hice mal?
Ahora las cosas casi sin nombre, cotidianas
—tus amantes en vida—, me clausuran ventanas
y puertas, no prometen ni una pizca de sal,
ni fe o resignación. Este marchito pelo
no se deja hacer nudos, los fósforos no encienden,
vuelca un búcaro el aire... Mis ojos se desprenden
de tu voz, Eliseo, y giran por el suelo
como perlas saltadas de un collar. ¿El consuelo
está en fingir que es una rosa mi cruz, que mella
aún tu risa de niño los candados, tu estrella?
¡Cómo extraño unos hombros sin alas y la tos!
¿No saber de qué asirnos es ser un poco Dios?
Nada ha quedado en pie. Así es la vida:

Bella.


Puerta al balcón


Oigo a través de mi cuerpo el vacío cósmico.
Mi cuerpo cae al fondo. Piedra al pozo.
Por sobre la cabeza tiembla el árbol del caos
en un perfecto número. Árbol de luces vivas.
He salido a la noche, a observar las estrellas
como un rey destronado que le habla a su corte
por última vez. “Me aguarda al fondo de la casa
una vida pequeña y gris como un alacrán”.

Soslayé el vino agrio de la verdad.
En vez de hacer distancias, mal actor, he sufrido.
Se corre el maquillaje, se deshiela el lenguaje
entre la tierra insulsa y el agua falsa.
Me he dejado inundar por mi dulce veneno,
soy todo lo feliz que un ser vivo puede ser.
Pero no aplica uso ni cambio esta moneda.
Pero no existe un circo, un buen teatro
donde mi hijo —su risa grande— llene la sombra.

Bajo la incandescencia de estrellas quizás muertas
hago malabares, defiendo entre afilados dedos
la gota de su risa: ¿cómo definirla arriba
sin que jamás termine de caer?
Orgullosa ciudad se revuelca en el lecho
de una mañana próxima, duerme el agua de Heráclito
fija en una burbuja como mi corazón,
de nombre tan gastado por el uso.
A mis espaldas, dentro de la casa se dobla
el árbol de las constelaciones.


Lo que hay oculto en el patio

A Iván e Ivel
por si aún esperan
detrás del horizonte
.

Respiraba mis huesos callando solo, a gritos,
para que nadie imaginase un crimen.
Para que nadie oyese ola sucia en casa
rasgué, escarbé el odio hasta extirparle al polvo
los filamentos negros, sillares de memoria oleaginosa,
láminas de cansancio
—desvencijado sueño ardiente bajo la isla
que se había ido formando entre plumas
y excremento de aves migratorias.
Tocaba fondo y daba aún más diente en la noche.

Febril un telegrama era lo último que descendía
del manicomio, tras mi fuga, a las naranjas.
“Paciente no está aquí”, decía el aguacero.
“Paciente no está aquí”, cloqueaba la página agujereada.
“Sirgador no despierta”, decía el aguacero.
Pensé en un pensamiento blanco como la línea
de flotación de un bote donde cupiese un hombre
solo, apretado. Con el oro dieciocho,
celajes de la boca de abuelo tan sin pies,
tan señor bajo la hierba,
pagué una trusa, peine, gafas oscuras.
Más que al viento envilecido o a los guardafronteras
solía temerle a amables vecinos sin patio
donde cosechar otros bulliciosos cadáveres.

He esperado el examen del sol
en medio de las calles.
El odio que me alquilan
también se ha vuelto cada vez más insignificante,
un poco de ceniza azul en cada pie.
Vigilo mi memoria deletreando las velas
y el descabezamiento del vacío.
Hice un barco que nunca pudo adaptarse al agua.


Curso órfico

La práctica sexual de robar libros
me dio el suplicio para pasar la juventud,
dormirme en costas blancas y hacerme al mar
siempre con la ilusión de entrar a un laberinto.

Hurgué el lomo diverso de Dios, voces pesadas
y fijas como hojas de inmensas puertas,
sin asirlo, porque alguien vigilaba.
Violé sepulcros, raras ediciones
que dentro de la ropa, de la cintura abajo,
en el pecho, a la espalda, volvieron a la vida:
incensaban helado fragor de las entrañas
y me quitaban la respiración.

Sólo ese placer, sólo esa oscura corriente
me hacía naufragar por ciudades tan íntimas
como La Habana, Santa Clara, Sancti Spíritus...
Entraba a todas las viejas bibliotecas.
Repetía en cada templo el amor incestuoso
de las sacerdotisas con sus dioses, la búsqueda
de una verdad callada, viva, amoral y dulce.

Pasó la juventud o está pasando.
Poco o nada recuerdo el camino en el mar.
Creo que leí una parte de mis libros,
aunque estoy más seguro de haberlos soñado
en los días febriles en que vagué tras ellos.
Guardo —sí— la certeza de que hubo una caricia
al menos, y un dolor infinito, insaciable,
quizás un tomo imposible de cerrar.



piedra

sólo tienes tu mente, el fondo de la cueva. sobre ese calidoscopio de eclipses esbozados por un sueño flamígero, debes ir dibujando, descubriendo los grandes animales de mirada petrificante. pero en alguna gruta sientes gotear el tiempo justo para sacarle música al cetro de tu herida. ¿con qué manos? ¿con qué lamparilla separar el bosque vocinglero de la sangre? cada pálpito en el viento que has colmado de trampas, acusa la angostura de tu emoción bajo la nieve, demasiado marchita, quebradiza. donde te condenas, ninguna pavesa fortifica cerca ni lejos. ningún jeroglífico excede a la ceniza del ojo. pero esa silueta que es tu grito, soñada, te hace crispar los dedos, aún más adentro de la pared de sal que no has grabado. sólo es tu pensamiento, con pezuñas muy finas, que en la oscuridad salta, de una rama a otra. ¿y si fuiste feliz por un instante? ¿cómo sobrevivir a esa visión? ¿si el cabritillo en el presbiterio eludiese su garganta, incierta disidencia al nivel de tus párpados? tendiéndole un cerco al cirio del sueño espigas, descubres en las grietas cómo huyes mucho más desde el fondo. eco descarnado. labio a labio. vena a vena. irrumpes frondoso en tu propia costumbre a través de ausencias concéntricas. desenvolver tu mirada en los brazos como discontinuas tijeras del pastor: él, sólo él puede prometerse esta amarga cueva para separar a su ganado menor del invierno, a veces de manera imperceptible. en la jarra portátil del dolor, exprimes ambas manos martilladas y lijadas por soledades equidistantes. pero en la próxima clavija de las sombras aguarda por ti el aullido como un error de animales en celo, sortija que labraste en leche y nieve. la estrella que no estaba verdeciendo delante de tu puerta cuando aquellos patricios te arrojaban a las básculas y el apetito exterior. quizás por ese túnel aéreo de su rosa podrías volver. devolverte al cielo abierto, cifra inflexible que innovaban tus carnes lágrima a lágrima. minuto que se derrama en la gravilla. tu minuto de presentir o escuchar dónde acaba la obertura de la tierra y empieza el ánfora sinuosa de las uñas. tu más íntima soledad multiplicada. enjambres que se apagan, cada punta de una estrella en el interior líquido de la otra punta, como en un sueño, después de haberte mirado oscuramente al corazón.


centígrados

yo no soy ana frank. es mucha verdad. pero yo pude haber sido, por tan poco, ana frank. nunca faltó la escarcha.
mis ojos, se amamantaban en la raíz de un veloz agujero, insignificante. sentía a mi alrededor que todo lo visible y lo imposible me desafiaba de un modo muy privado y que se venía abajo como un hacinamiento de puertas clavadas. odié-crecí-ambicionaba una segunda oportunidad. temer desde cero. desde los borrachos de las dársenas que discuten y desposan al viento libremente.
girando en redondo siempre cuerpo y casa eran para mí el orificio de una bala en el cuello de una camisa. todo lo demás, fue sólo la tosquedad de las circunstancias.
con tal que acabase por respirar, por torcerme en la bobina del cielo, distendían su musculatura otros enigmas, furtivos carnavales del municipio, escogidas cáscaras de arroz. iban a vérseme infinitamente los huesos apergaminados uno a uno. pero sin salir de mi grieta, aprendí a dibujar y a hacer máscaras con pieles de frutas que causan el asombro, dicen, entre los turistas.
armados de neón hasta los dientes, avanzan los turistas por mi país. escondite bajo, largo y estrecho agujero en el cuello de una camisa. queman. viran, vacían nuestras miradas contra el cielo chillón. a veces alborotan casi alegres para hacer salir azoradas nuestras palabras de los arbustos, y verlas girar sobre las cabezas, con plumajes exóticos.
entiendo que he descendido vivo a una tumba. me adelanté en devorar mi propia claustrofobia. canteras de cal, antes de nacer. ensoñaciones de perros, la acordeón.
al paso de potentes focos, tiemblan nuestras puertas tan diminutas en sus horcones.
yo no he sabido recortar con mi cabriola el fuego, mientras se alimenta de las más viejas máscaras oídas dentro de los azadones. ni aullar el hambre desplumada sobre un largo costillar de oráculos. ni avisar la dirección en que se han echado a correr los ríos.
aguardo absurdamente en mi exilio interior como una puntilla en una tabla. habré perdido la cabeza, sólo por llevar memoria de extrañas privaciones sorteadas entre lo distante, algún candelabro que nunca podría ocurrirme de una vez para siempre.
si un día acaba el registro, sin mayores dilaciones saldré, descenderé abundantemente a la tierra, explayándome en esas opacidades siempre vírgenes de las raíces heladas. casi parece verdad: una puntilla puede sacar a otra puntilla. intento sostener en el frío exterior la punta ambigua de mi miedo.
yo quisiera haber delatado esta soledad en el idioma mudo de quienes sobornaron el alba. haber entintado con escotillas y escalas estas líneas de mi mano. cuando levanten las paredes y el techo. yo quisiera tener qué sentarme a contar a través del fuego. pero yo no soy ana frank.


música de trasfondo

no grites desde lejos, alejandra, vas a intentar sin querer un lazo con tus párpados para levantar la aguja del disco.
nuestra huella de agua sobre la mesa está sobreviviendo al rostro. acércate desde adentro con toda la rabia de lo que no nos pertenece.
a esta hora vaciaré en el polvo de las cortinas mis carnes negras como cien pájaros volando, y tendrás que enseñarme una acequia entre las uñas de doble raíz. una perversa estrella de lata entre los cabellos sin peinar, así de fácil, algo por lo que valga la pena mentir y buscar el fiel de una balanza en el silencio puro como vidrio molido.
si no se te ha rajado la mano al tomar las piedras de mis ojos, deja fluir esa música vegetal, vamos a girar en un solo paso hasta que se nos abra la vergüenza y podamos caer libremente en los contornos, un oscuro óxido a través del deseo, sin miedo a no tener qué ámbar rayar con nuestro dolor, qué explicaciones ponernos para salir del baño a la sala, al azúcar en el café, a las miradas de los perros, y yacer desahogadamente entre esos almohadones como aves domésticas.
deja que la aguja del silencio se deslice por la isla de nuestra lengua.
aparta tus ojos de tu mirada propia, atiende a esta navaja que gime y se enrosca entre tus pies fríos. porque es un animal venido de este mundo, debes andar y decirle a todos que crees en los milagros por omisión. míralo. déjalo jugar con los restos de aquel velero, cómo respira a través de mis poros y mis manos vacías.


zona de desastre

la madurez, hermanos, se diferencia a una velocidad distinta.
distinta al deseo que nos trae en cerco al refrigerador vacío
toda la noche
como moscas que alteran por la pulpa de un cuerpo.
/ el cuerpo / herido: vivo
o mejor pasado antes a la memoria.
no he dormido ni un solo asesinato entre insondables
viajes que me aíslan por haber protestado el mediano equilibrio.
me transformo, me vendo por explanadas de provincia.
completaría el grito de quien se quedase a conversar afuera del templo
con todos los insectos de su palabra muerta:
sólo por media libra más de carne oculta.
anotaba un mapa donde crecía un puente roto, serpiente bajo piedra,
y hasta allí no sabía volar-acostumbrarme-encanecer sin un grito
/ el grito /
sin levantar la jarra de agua helada y darle señas al cuerpo
que —cómo, por qué— estoy en este lado de mi país
también
ácimo y táctil cambiándome por fósforos o boinas de cuando se veía el muro.
pero ningún barco va a pasar hambre en mi ventana de Ciego de Ávila.
no va a pasar el hambre. los ministros no van a afelpar
sus lomos en la espina de mi desesperación, en esta y —sin puntico—
que es mi claraboya bajo el amanecer de occidente.
garrapateo-raspo-vivo de pie en provincia,
tierra inundada,
para ver acercarse los ojos de mis ahorcados y tenerles listo el discurso
antes de que duela, hermanos míos, antes de que el habla subterránea
penetre sus devociones y tengan qué deber, de qué gobierno defenderse
ante el refrigerador
toda la noche
detrás / encima / dentro del vacío
individual, sin nombre
manivela de incienso que giraba al revés
qué palabra tan dura, qué muerte líquida y peinada hasta el hueso
para dejar continúe creciendo como un golpe de luz.
hay quien prueba que trabajo siempre, y sudo,
y parece pudiesen quitarme así
la gota de verdad
fabricada,
por artificial.
aunque de cerca sólo aleteo debajo de la bombilla
—tú / yo tan gordo en zancos
y de espaldas al mar—,
solo no duermo.
abro y tiro
la puerta
con la ilusión de ver mi cabeza pasar
por el fondo de la jarra de agua caliente.

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