Inventario de una expedición

Ronel González Sánchez

Otredad

Y yo quería ser Stephen, vanagloriarme de haber perdido algo (no importaba qué). Buscar la Utopía (no la isla de Moro) y definir si realmente hubo alguna relación. Pero los muertos no pueden con el múltiple sinsabor de los almanaques donde un ciego encierra una fecha en un círculo rojo. Los muertos sobreviven -fingen haberse quitado la inocencia- se dicen alquimistas del espíritu, canceladores de ridículos boletos de viaje. Los muertos desconocen el tamaño de las brumas que los envuelven. Nadie puede atravesar ese riesgo y no morir. Nadie puede llamarse de otro modo que no sea la oscura definición que le impusieron. Uno, por ejemplo, intenta llamarse Ulises pero una terrible circunstancia, una disidencia lo empaña y entonces decide que lo llamen Stephen. Quiere serlo (¿poseerlo?) Una posesión podría horrorizar al que elige ser otro, pero el Otro sucede-tiembla y lo acaecido unos minutos antes es altamente improbable (nótese la transgresión temporal).
Nadie osaría violar el patetismo de ser una clase de utopas que coinciden en que el riesgo invalida. Aún así somos miméticos y simples, cercanos a una especie terrenal, pasada de moda, amenazada. Osamos convertirnos en caníbales, en gente que se vanagloria de haber perdido algo, una gota de sangre tal vez. Ora somos hidalgos, hijos del bien, insectos rutilantes que husmean la pesadilla. Pedimos nombres, países para viajar y alguna concesión porque todo no es volvernombrar y quedarse petrificado e inútil ante los muros de la frivolidad.
Yo quería ser Stephen para convencerme de mi tozudez ¿Quién puede negarme ese entusiasmo? Pero errar es una cuerda fácilmente pulsable, una posibilidad, una abertura. Es lógico -por lo tanto- que cualquiera vindique, sea nombrado y no sepa quién nombró. Vaya pesadilla. Esto es como perseguir a una Quimera y no atraparla nunca. El viaje interminable, la estupidez. ¡Vaya pesadilla! Estoy sin nombre como una ciudad sin fundar y, por Dios, que nadie acuda de una vez.



Una forma escapada

Por Angel Escobar
Para Alberto Figueiras


Siempre supuse mi fuga a la sombra de las constelaciones. En el ruinoso balcón, donde cada noche urdo una historia inefable, observo las perdidizas formas que acentúan mi distancia y planeo integrarme a la eternidad, pero no logro sobreponerme a existencias remotas, que como chinescas figuras decadentes, multiplican mi horror y mi desánimo. Sé que en un espacio como éste, alguien antes de mí fundó el desasosiego y el desamparo; alguien creyó poseer las energías que ahora me impulsan a saltar, a fundirme con la indiscreta eversión que es el asfalto, y esa sola razón me transfigura en un díscolo propietario de lo absurdo, según he creído escuchar desde lo umbrátil.
Llevo estaciones describiendo los mismos desaciertos y no entiendo esta fidelidad al rito. Busco, en vano, una palabra, una instancia perteneciente a lo improbable; la silueta intangible que se consume al doblar la cuartilla. Naturaleza absorta vagando por las lindes, de una memoria imposible cuyo fin es la noche y su principio el agua por habitar, monótona; descendiendo, impertérrita, de las perdidas fuentes a las Fuentes, el poeta retorna a su orfandad, en un segundo órfico, y se apresta a dar caza a la ilusoria palabra escurridiza que acabará cegándole, a la intemperie de sus dudas, que son su única patria de inestable fulgor. El seco golpe de la mano en el agua, la lasitud de lo semejante que se extingue, una vez imagino cómo caen los cuerpos en el pandemónium de la avenida, me devuelve al discreto ejercicio de pergeñar las sílabas de la salvación, proclive al caos y al espejismo, que nada le aporta al aislamiento del que se inventa estrategias para sostener códigos de discutible novedad o simples pretextos para detener su fuga, a la permanente sombra de las constelaciones.
Si no hubiera creído en la extratemporalidad de los nefastos cír-culos, que se abren y cierran ante mí, podría aspirar a un instante de lucidez. Se enturbian las ondas con frecuencia y audaz es el impulso. Escindir el desequilibrio permite diatribas contra mi alte-ridad, pero no distancia suficiente para intuir el valor de pactos con las endemoniadas resonancias.
Alguien, antes de mí, traza en el agua símbolos que no impiden su comunión con la sospecha, y se aproxima como impróvida forma, una forma escapada de los límites de la molicie, donde estoy siempre aproximándome a los bordes de la devastadora infancia que es el desconcierto, todas las noches sicofante noctívago, tumulario en potencia, soportando el indescifrable horror a la abducción que me deja la altura.



Mañanas de lo eterno

Para Joaquín Osorio

En el trayecto que va del rostro de mi madre
a la resaca de la noche múltiple,
comienza a amanecer.

Envueltos en el delito del humo y los escorzos
en la pared de tablas,
mi padre parte el pan en tantas voces
que ignoro cuál ha de ser el fin de su ritual.

En esta casa nos hemos vuelto mudos y distantes
como ciervos que huyen.
Huir es el precio de maldecir las huellas
que concluyen en la mesa del pan.

Alguien pudiera intuir no sé qué signos
y simbólicos gestos
en esta humilde paz que nos transforma.
Alguien, sin dudas, extendería la mano
para señalar los caminos del odio

y las puertas más próximas,
pero es el vértigo que emana de lo irreal
quien contradice todo.

¿Para qué pretender algún sentido
en esta vana forma de soñarnos
ahogados en la niebla,
si al final nada nos salva de los ecos
repitiéndose en torno?

Padre, bendice el pan
como si fuera una oración contra el fracaso
y no el miserable pago de una deuda.



Historia de cruzados

Poeta, tú no cantes la guerra; tú no rindas ese tributo rojo al Moloch, sé inactual;
sé inactual y lejano como un dios de otros tiempos, como la luz de un astro,
que a través de los siglos llega a la humanidad.
Amado Nervo


Yo no puedo escribir sobre la guerra
porque sólo conservo en la memoria
falsas reproducciones de una historia
que a veces mi optimismo desentierra.
Concebir esta página me aterra
como pensar que pude haber caído.
Las guerras no rebasan el olvido
y cualquiera es un héroe o un cobarde.
A mí no me llamaron. Ya era tarde.
Los últimos soldados se habían ido.

Eufóricos y osados ante el ruedo
a todos nos cegó la misma farsa
y avanzamos, detrás de la comparsa,
como en un carnaval de sangre y miedo.
Sólo cuando la Muerte mostró un dedo
dejaron de caer los gladiadores
entre perdonavidas y traidores
y se tornó la guerra paradigma.
Sólo cuando la Muerte fue un estigma
terminó el ajedrez de los mayores.

Para la guerra siempre hay un motivo.
El rapto de Briseida es un estorbo
universal, una ración de morbo
interminable en el siniestro archivo
de césares y brutos. Estar vivo
es un error de cálculo execrable.
La guerra no es un virus incurable
pero a todos los hombres nos contagia:
unos querrán que empiece la hemorragia,
otros que no castiguen al culpable.

Ninguna vida salvaguarda un verso.
A nadie un verso la razón despierta.
Tanta grafomanía desconcierta.
Ninguna causa vale tanto esfuerzo.
Podrá cambiar la guerra el universo
pero no sanará ciertas heridas.
Aunque de difidentes y homicidas
estén llenos impúdicos acrósticos
persistirá el horror de los agnósticos
y crecerá el placer de los suicidas.

Agresores y aliados: neandertales
que año tras año van a las cruzadas
con la cifra infinita de sus nadas
a cuestas como dones teologales:
los fanatismos también son fatales
como esperar en desolada orilla.
¿Tendremos que ofrecer la otra mejilla
y recibir, con júbilo enfermizo,
el vacuo resplandor del Paraíso,
la perfección que muere de rodillas?

Si al menos tú pudieras, Padre oscuro,
explicarme qué férula ilusoria
despierta en ciertos hombres la mortuoria
idea de enviar hacia lo impuro
de un supuesto principio al que más duro
pueda blandir la espada y al convicto,
si al menos tú escucharas lo interdicto
por el futuro mártir que simula
obedecer al que lo manipula
seguro impedirías el conflicto.

La guerra, para mí, fue un comentario
y el temor de mi padre al documento
que no firmé. La guerra fue un invento
para que no durmiera el vecindario.
Repasar sin aliento algún rosario
a nadie exoneró del crucifijo.
Alguien también lloró y alguien maldijo
a los que regresaron sin medallas
y a los que dirigieron las batallas
de donde no volvió, jamás, el hijo.



Porque todo no puede ser dolor

Porque todo no puede ser dolor yo me disfrazo con los últimos tatuajes insólitos del mar, que se recoge como un corsario vencido. Porque todo no puede abrir ventanas hacia una dimensión oculta como suele ser la trascendencia, yo izo las velas para jurar ante la rosa de los vientos que sólo deseo conquistar el luminoso torreón de una ciudad, pero descubro que trato de mentir, ¿acaso un pirata de linaje no lo haría? cuando alguien anuncia que abordaremos otra nao en medio de la fría oscuridad y entonces comprendo que soy un filibustero común, pues sustituyo mi anhelado torreón por un sigiloso mástil en medio de la noche, me entrego a la siniestra orgía, después de cerrar los ojos y repito que mañana sí evitaré la tentación del mundo.



Atrio

La realidad ha de volverse espíritu
a través de la imagen,
pues ¿qué sentido tiene el fósil,
sin la mano que devela su origen,
y restituye al símbolo su porción del Misterio?

¿Cómo explicar el barro
transfigurado en Ser,
por la metáfora de la Voluntad
que ordena el cosmos,
a imagen y semejanza de las cumbres insólitas
donde no alcanza el grito ni la oración secreta?

¿Para qué nombrar cosas
que existen previamente,
nombradas e inasibles como la voz del aire,
si la palabra es humo, absolución del karma,
y la busca del Sino

ha de tener sus códigos,
fuera del aparente murmullo de lo estático?

Adentrarse en las hondas vibraciones ocultas
y sortear lo visible,
en el camino de la esencia que transforma lo inmóvil,
no le otorga a la Rosa cualidad de elemento novedoso
y distinto,
simplemente la excluye de tender hacia un fin
ordenado en las sombras,
la torna singular, pero no la define como aliento
inefable.

La Rosa no es la rosa por su causalidad:
el arbusto coherente,
sino porque rebasa la grandeza del mito.



Elegía a Gastón Baquero

Es cierto. Usted se ha ido al otro extremo de esa cuerda sin límites
que es la resurrección. Pero no importa,
seguimos esperándolo. Palomas y poemas en mano
en la costa de Banes o en la Bahía de Corinto
donde un extraño parque desvencijado lo recuerda
olvidado mil veces por la mano del Padre.

No hay dudas. Es la Nada la única respuesta
para su largo exilio,
moviendo los pies como un titiritero
que invierte los papeles en el circo del alma;
porque qué puede ser la lejanía sino una marioneta fuera
de todo cálculo
de los ordenadores que detienen la noche sin el olor
del mar.
Qué puede ser la lejanía, ese trivial concepto.

Ah, si al menos lo hubiera conocido, si aquellos versos
que le envié
con los delfines, un día de noviembre,
usted los hubiera leído, antes de marcharse a dormir
con los pequeños,
qué fortuna la mía, que goce para un desconocido
en la provincia que dibujan los hombres
con los ojos vendados.
Pero jamás llegó su carta,
jamás escuché la voz temblorosa de mi madre decirme: "es de Madrid,
debe traer noticias de la crisis de Europa."
Su carta, definitivamente, no llegó
y en su lugar respiré hondo en la isla invisible.

Ahora qué suerte poder decir su nombre,
escuchar esta música que regresa de lugares remotos
con la victoriosa certeza de sus palabras
y aquella voz tan suya repitiendo incansable: "Yo te amo,
ciudad".
Qué suerte poder decir su nombre,
escribir que usted era el último de los iluminados,
sin que nadie me mire de reojo
al final de este siglo de infinito rencor.
Usted tenía razón: "silbar en la oscuridad para vencer el miedo es lo que nos queda" y silbar es muy fácil
sobre un alto sepulcro
si las sirenas no llaman al viajero con la misma pujanza.

Usted tenía razón, siempre tendrá razón cuando se trate de invertir el desánimo
en proferir insultos contra los viejos mitos
como un lastre o como un susurro que recorre las plazas
y las cosas se transforman al azar
a fuerza de derribar las máscaras,
comunes en estas tierras vírgenes.
Las cosas regresan al origen, inofensivas y mórbidas vuelven a su mudez
y el cervatillo alocado cabecea contra las fieles ubres
y el pájaro de la burla grazna su mal presagio cómplice
y el niño abandona sus juegos en una escena
de aterrador silencio
y todo sigue su curso invariable hacia la destrucción.
Ah, si al menos lo hubiera conocido en una esquina
de este pueblo marchito,
cuando usted aún no pretendía ser el eterno inocente
que escribiría inmortales palabras en la arena.
Si usted hubiera sido menos inaccesible que la insularidad
cuánto placer mostrarle un manuscrito:
"destrócelo, Maestro,
nací a un manojo de versos de Saúl
y he deseado sus tachaduras desde hace muchos soles.
¡Cuánto placer adormecerme junto al Puerto de Paita
mientras los barcos se aproximan, viudos de lobreguez,
a las orillas de esta noche donde concluye el sueño.!"

Es cierto. Ahora usted se ha ido, una vez más
hacia la súplica
y sólo queda rezar por estas quietas frondas.

El destino del hombre no es la sombra ridícula
ni el llanto de los guerreros al final del combate,
pero nuestro destino es rezar por los astros
que parten y regresan como la podredumbre.

Ya sabe cuánto cuesta seguir mirando al Este,
gemelos de una historia que nos promete asombros.
Nuestro destino es asomarnos siempre al lago de Narciso
y arrojar lentas piedras a una imagen distante.
Hemos crecido ajenos, temerosos y simples
como la desconfianza
pero miramos al mar, que empuja nuestros cuerpos
playa afuera
de las generaciones que anhelaron poder huir
del laberinto en que se debatían.
Miramos al mar, en su plenitud de desierto cambiante como nuestras ideas,
y el dolor se reduce a la antigua metáfora
de la separación del agua entre las aguas.
El dolor excluye la luz de las tinieblas
como un oscuro símbolo.

¡Qué tristeza olvidar el rito de la sangre,
el juicio de las cosas que han de ser juzgadas
por el desvalimiento
cuando la rosa y el fuego sean uno
como pedía un escriba!

Este es el tiempo de la fatalidad,
tiempo de disparos y de saltos sin fecha,
tiempo de derrumbes y proclamas inútiles.
El hombre dicta, a ciegas, tumultos de esperanzas
y se arroja al Vacío desde un balcón de odio.

Yo no comprendo nada, yo soy un inocente.
¡Si pudiéramos encontrar algo puro y durable
de sustancia humana!
Pero usted ve, la ilusión no germina
y yo escribo estos versos de implacable memoria
cuando algo me dice que moriré al final del poema.

Ah, si al menos lo hubiera conocido,
si hubiera celebrado conmigo aquel fallido ascenso
como celebró, secretamente, el ascenso
del poeta condenado al paisaje
por una época de escasos esplendores;
sería todo distinto para el que ahora se conforma
con releer apuntes
de los que aseguran haber visto sus manos
bajo el disfraz senil de la paciencia.

Ya no tiene sentido saber cuál es el próximo que cruzará el Jordán
o que tendrá puestos los ojos en el pueblo de Uruk
porque los días se acortan
y los patriarcas juran que imaginarias eras
reducen a la impotencia a los pajes del Reino.

Usted se ha marchado,
dejándonos un sabor de archipiélago mudo entre los labios,
y no habrá océano que restaure de prisa
las simas de frustración que apuntaló la diáspora.

Para Delfín Prats y Efraín Rodríguez



Regreso a Canaán

El río de mi infancia corre hacia el Infinito
entre las ceibas de la Creación,
y en su lento fluir
anuncia la plenitud con ardua resistencia.

Sólo las aguas se dividen en pos del Nuevo Mundo
bajo los designios del Poder. Sólo las islas, separadas,
vuelven a la corriente
donde una voz confunde los idiomas
y murmura que estamos en Sah,
a la sombra de las constelaciones. En la noche
sin término.

Mi Padre nombra con serenidad las criaturas
boreales:
“estos son la Serpiente, el León y el Cordero”.


A pesar del agua que la oculta,
junto a la luz está jaibit.
Lo increado desciende como un pacto,
río abajo del tiempo que el dios Tchetta destruye.
“La corriente es eterna” – escribo en las paredes
de Duino o de Bierville -
y contemplo mi rostro sobre la piel del río.
Mi rostro Narciso deforme al amparo del dios.

Cierto que voy hacia la oscuridad
pero, ¿acaso Alguien pudiera remediarlo?
¿Sabe mi Padre cómo detener la violencia sin límites?
¿Existe alguna puerta para cruzar,
lejos de la penumbra que a veces nos embarga,
entre cerros de lánguida ceniza?

Río que matinal atravesaste mi ciudad inocente:
este es el primer día y, sin embargo, llega la edad
última,
entrevista en las páginas de la inmortal Sibila,
sobre los remolinos
que deshizo mi infancia en Canaán.
Este es el primer día,
junto a los algarrobos de mi pueblo
y las piedras no removidas de la orilla,
nube congelada que avanza hacia el principio
donde estuvo el final, la llama apocalíptica.
Ya que todo comienzo es un resumen.
Estamos en Orión.
Mecenas escucha mis epodos
y levanta sus frutos el estío:
“Beberás en pequeños vasos el vino común
de la Sabina
junto al río vidente”.
Nosotros interrumpimos el obrar de los dioses,
escribimos decálogos, para justificar las leyes
y las súplicas,
pero tenemos el Flégeton,
la sombra del perdón siempre a nuestras espaldas.
Estamos en Orión. Arrastramos un arca a expensas
del diluvio
que invade nuestros cuerpos. Por un arroyo breve
buscamos el Océano,
los trenes de la infancia salvados del peligro.

La más alta bondad es como el agua.
La bondad del agua consiste en beneficiar
todas las cosas,
incluso a las criaturas
que las palabras no alcanzan a nombrar.
Oh Mecenas, hemos perdido la última de las rutas
a Eleusis.
El rebaño desprecia mi oración sobre la faz del Arbia.
¿Para qué sirve la escritura
si los jóvenes odian el caramillo que nos conduce
al Templo?

Oh Mecenas, hemos perdido la última de las rutas
a Eleusis.

Como un edimmu escribimos epopeyas
sobre el horror del polvo,
para reconocer la hondura de las formas.

Nada me reconforta, es cierto,
pero en la noche germinativa
rememoro existencias pasadas
y el cielo se transforma.

En la noche sin número estaré, perpetuándome.
Escucho el ruido del torrente y me adentro
en las sombras.

No sólo el claro día hace salir el áspid
porque en silencio escucho su rumor.

Densa es la música que acentúa las pérdidas
e inaugura milagros.

Impávido el río detiene la voz de un Ser pardo
y ajeno
en la falsa época de las reiteraciones.

Avanza la oscuridad, como el mar que se abre,
y da paso a las máscaras.
Hacia el Este, unos seres alados custodian el camino
del Arbol de la Vida.
El río se bifurca en arnos de silencio.

Nada resulta insustancial.
La niebla indica la presencia de un Reino impenetrable
más allá de la cumbre difusa de una torre.

¿Adónde iré en esta noche vacía como el mundo?
¿A quiénes acudir que no sean las siluetas
de mis propios recuerdos?

He perdido las llaves de la memoria
en una calle oscura.
Conmigo viajan la destrucción y el miedo,
la tempestad y el odio.

Padre: ¿hacia dónde me llevan estas aguas?

El río de mi infancia corre hacia el Infinito
como un bajel de sueño
y en la hora perpetua, de no saber que es muy leve
su tránsito,
Alguien arroja una piedra al erizado curso
como las cartas de salvación, que sólo un día
reciben las manos ateridas, las manos de Dios, frente
a la inmensidad
que no promete recompensa.

No hay comentarios: