Inventario de una expedición

Edel Morales

Viendo los autos pasar hacia Occidente

En las pequeñas ciudades del centro de Cuba
las calles, habitualmente bulliciosas y dulces,
se quedan vacías en los meses de invierno.
Yo he vivido esa pesada quietud.
Los estudiantes se han marchado a descubrir el mundo
y una paz, una extraña y larga ausencia,
llega hasta las paredes y penetra al interior de los edificios.
Los clubes, las casas de cultura, los campos deportivos,
semejan un set, cuidadosamente preparado,
que espera el regreso de los actores para continuar la filmación.
En las pequeñas ciudades del centro de Cuba
todo es ausencia y espera en los meses de invierno.
Yo he vivido esa pesada quietud.
Noches de febrero en la esquina vacía de Libertad y Paseo,
viendo los autos pasar hacia Occidente.
Como quien ve a una muchacha de piel muy limpia y cabellos negros
pasar gustosa hacia otro hombre.


Los textos escogidos

I
Después un amigo me envió unos textos de Borges.
Eran peligrosas reproducciones en mimeógrafo
encuadernadas con el escaso papel de bodega
que pudo pagar.
Sobre la íntima pobreza que anunciaba el soporte
estaban las palabras, la ruidosa inocencia de un gesto
de juventud, que descreía del fracaso y del éxito,
de las escuelas literarias y de sus dogmas.
Eran, supe luego, apenas seis los textos escogidos
entre los mil y un poemas que Borges tradujo,
mirando las antiguas estrellas desde estos barrios del Sur.

II
Cafés de Palermo Viejo, calle Florida,
certidumbre y tiempo deseable, ya eterno, de la Recoleta.
Atestiguo la belleza y las mejillas que el amor desea,
la derrota, la falsía, el río de cielo que fundó la ciudad.
El primer puente de Constitución y a mis pies
el tedio ruinoso que se ordena hacia los arrabales infinitos,
las Obras escogidas de Jorge Luis Borges:
Naipes, bife, editoriales orientales y occidentales,
precios de oferta, tapas plastificadas, papel bond.
Veredas donde un cuerpo prefigura otro cuerpo,
una inteligencia otra inteligencia, una sensibilidad otra
que vuelve en mi memoria circular.

III
Un idioma es una tradición, un modo de sentir la realidad.
Mi lejano amigo espera aún de mi poesía una magia
que nos haga recordar los textos escogidos.
Tú buscas en los numerosos stands cuál tipografía
hará el milagro
de eternizar una circunstancia que sé azarosa y frágil.
En esos movimientos de mi vida adivino los Límites de El otro,
el mismo; Lo perdido de El oro de los tigres.
Es Buenos Aires, su fervor, y puedo definir la claridad:
las palabras que intento para ti son también palabras
que en otra latitud del círculo mi lejano amigo espera.
Confundo, al evocar el gesto, su mano y la tuya, su libro
y el tuyo.


Gastadas imágenes de antaño

Que la tristeza no me impulse hacia el mar.
Costas de La Habana, abiertas
en los días de invierno de mil novecientos noventa,
que la tristeza no me obligue a ser otro.
Gastadas imágenes de antaño:
la piel de manzana de las niñas en un auto azul
y el ojo irónico de los hijos de Occidente
con su mirada posmoderna en la memoria de las islas.
Costas de La Habana, dispuestas para el viaje
en las noches más frías de enero,
que la tristeza no me lleve a morir en las playas.
Que la tristeza no me impulse hacia el mar.


Dentro de mil o cincuenta años

Es por la felicidad que escribo estas cosas.
Los discos, el ocaso, las monedas,
la espera interminable
bajo la sombra apacible de los árboles.
La silueta, ligeramente inclinada y sola,
de una muchacha hermosa que todas las tardes a las seis,
tiende su ropa del día en los balcones blancos.
El silencio de las balsas que salen al mar
y los pasajeros sin voz,
cada vez más lejos de la costa que habitaron,
agitando sus manos en el agua.
Es por la felicidad de unas noches aún lejanas.
Como esos pescadores que en el interior de sus botes
recogen el naylon y lo lanzan y ven pasar las lunas
sin agotarse nunca
—con la misma estudiada paciencia—
miro pasar la historia bajo la sombra apacible de los árboles
y escribo estas levedades.
La profundidad del azul en el ojo del pez
me ofrece los mejores motivos.
No la fuerza con que el viento arrastra
cuando penetra en las ciudades del Golfo.
No el movimiento de las batallas que enrojecen el cielo,
haciendo más visible el sentido trascendente de las palabras.
Escribo estas levedades para noches aún lejanas.
Para la felicidad de sorprenderme un instante
—dentro de mil o cincuenta años—
mirando una silueta inclinada en los balcones blancos,
mientras el ocaso, las monedas, los discos
giran su espera interminable en el aire del mar.
Distinto a las balsas que parten
y a esos pasajeros que en el silencio agitan sus manos,
intentando vanamente retener una costa
que ya para siempre se aleja.


Pisos húmedos

Vuelves a estar en los pisos húmedos de la casa lejana
de donde en verdad nunca has partido.
En su florescencia de marzo
los altos mangos iban también en esos viajes,
picoteaban las aves tu café de las seis en el patio de lajas,
era la sonrisa de tu hermana lo que iluminaba las postales
y recogía en los espejos el humo del padre,
los silencios de la madre, la ausencia de Miguel.
Todo iba contigo por el mundo.
Todas las cosas simples
donde aprendiste a encontrar tu nombre.
Todo iba contigo en esos viajes.
Vuelves a estar luego de veinte años en los pisos húmedos
de Masó 151 —que no es avenida al mar—
sino calle que termina
en el agrio movimiento de las vegas de tabaco.
Todo lo que en este tiempo has visto
era hermoso y extraño:
los distintos lenguajes de los hombres,
el gozo de tocar las nubes y vivir la paz del cielo,
los cuerpos que se ofrecían gustosos y sueltos
en las escaleras de los night clubs.
Todo se te oculta frente a la claridad de este instante.
Vuelves a estar en el tono azul de los cuadros de familia
y ya sabes qué significa partir,
qué te esperaba más allá de las fantasías de neón,
qué encontrarás en las próximas ciudades.
Toda esa belleza extraña y ajena, toda esa sabiduría
—y la iluminación que pudiste gozar en los sitios lejanos—
entraba en ti para que reconocieras la humedad de estos pisos.
Pero no culpes al mundo por eso:
sin el placer y el dolor
que en tus manos pusieron estos largos veinte años
nada hubiese sido claramente tuyo,
nunca hubieses podido decir:
por encima de todas las cosas
el tono azul de los cuadros de familia,
la florescencia de marzo sobre las aves del patio.
Todo se te oculta frente a la claridad de este instante.
Y aún así, vuelves a estar de espaldas a la puerta,
vuelves a escuchar tu adiós en los pisos húmedos,
vuelves a buscar en nuevos viajes esta casa lejana
de donde, en verdad, nunca has partido.


El frío de los años

Dibujaba
un rostro de gato
en la pared
—vacía, nueva, recién pintada.
El rostro de un gato
sin enigmas
y luego su piel
—sin manchas.

Dibujaba
la copia virtual
de una copia
anterior
del rostro posible
de un gato
ya extinguido
—sin vida.
El rostro seco
de un gato cualquiera
—sin esfuerzo,
sin ninguna tajadura.

Igual
escribo en la pantalla vacía
las palabras
gato / rostro / pared
sin que pase nada
—ninguna revelación,
ninguna pregunta.

La vida y el arte
son fríos.

Y nada significan
lo nuevo / el sueño / una piel
o la expresión
en los ojos de un gato
—no vivo, escrito, no vivo,
dibujado al azar,
entre el humo y la niebla,
por el inconsciente.


Habitaciones interiores

En el lado oscuro de la claridad
doce girasoles germinan y se agotan
—mana la sangre.
Los jarrones descansan sobre telas
y las telas se agotan
—mana la sangre.

El artista
(ya inmóvil, todavía adolescente)
fragmenta su miedo
y lo esparce en las flores
—mana la sangre.

Desde la carne cortada a la altura de la oreja
A través de los pisos hacia el mármol blanco
En las habitaciones interiores
Repetida, sin prisa
—mana la sangre.


Niebla de la crisis. Pequeño relato

En los años de la crisis
iniciamos largas conversaciones por teléfono.
Cada noche discaba un número de otro municipio
—que para nosotros era oscuramente
otra distante ciudad, otra aduana infranqueable,
el otro extremo del mundo.
Discaba a medianoche la señal esperada:
dos veces el timbre, y luego volvía a discar.
En el otro extremo del mundo ella permanecía desnuda.
Nada fue comparable entonces —tampoco después—
a la plenitud que su voz trasmitía
al decir: Hola.
Escribo sin pretender novedad
—como se escribe al regreso del límite—
las palabras de un contexto que asumí fielmente.
Ella dictó estos diálogos, estas voces habituales:
El cubrecamas de raso está sobre el piso, por la frialdad,
y yo estoy de espaldas sobre el cubrecamas.
Tu voz está sobre mi cuerpo —le hace bien a mi cuerpo
la claridad de tu voz
en la penumbra de estos años.
Muchas veces disqué ese número capturado al azar.
Una noche
el timbre en la casa distante la trajo hasta mi puerta.
En el otro extremo del mundo ella escuchaba
una canción:
sentí el arpegio de la cuerda en la boca del teléfono
y entramos juntos a la sala de conciertos.
Puntualmente a las doce vivimos esos años
las vidas posibles de La Habana:
ahora un cine, después un café, más tarde
un paseo junto al mar.
Era nuestra ficción de La Habana
una ciudad más palpable que la ciudad apagada, física, real.
Nunca la vi fuera de aquellos diálogos, nunca lo intentamos.
Cortada la ciudad en pedazos distantes,
sorprendidos también nosotros por la niebla de la crisis,
quisimos salvar el sentido de esas vidas:
la intensidad o el relato o la imagen o el deseo de una voz
capturada por azar en las líneas telefónicas
de una ciudad fantasma.


Corte de luz

Toda la noche la casa ha estado vacía.
Viajaba en esa oscuridad:
Babilonia, Atenas, el Cuzco
—ciudades que invitan a vivir otra vida
en calles trazadas para el ejercicio y el goce del amor.

Echado en la cama durante toda la noche
mira al techo vacío de la casa:
es blanco y está totalmente limpio de significados.
Pero hay tanta promesa de vida en la contemplación,
tanta posibilidad en las preguntas
que la incertidumbre y la blancura de un techo aceptan.

Barcelona, Buenos Aires, La Habana
—ciudades que ha visto pasar desde siempre
en el tiempo de la meditación que impone una casa apagada
(ni demasiado suyas, ni demasiado ajenas,
ni demasiado iguales)
invitándolo a vivir una vida distinta
en calles trazadas para el ejercicio y el goce de la libertad.

Las mira desvanecerse mutuamente
después de habitar en ellas durante muchas horas.
Sabe que volverán en el próximo corte de luz.
Como vuelve en el techo iluminado de la casa
el tiempo de la realidad y de la poca acción.


Antes del Big Crunch

El Universo expande la finitud de sus cuerdas.
No hay bordes. Es de noche alrededor.
Y de estos versos —escritos para precisar un instante—
nada quedará, finalmente. Lo sé, intentan
una imagen imposible del suceso.
Perdura en ellos la magia antigua del cazador,
su fiebre por encontrar la huella en la espesura,
su destino entre el bien y el mal.
Los acontecimientos se revelan demasiado visibles,
demasiado vergonzantes para una escritura
sumergida en el smog y en la frialdad
de la época contemporánea.
Lo sé, conozco las escuelas y sus dogmas.
Nada quedará de su impulso cegador. Nada
de la intensidad y la fiebre de esa singularidad desnuda.
Es de noche. El Universo se expande. No hay bordes.
Pero sí finitud en las cuerdas
y en la antigua magia del cazador para cumplir un sueño.
En esa fría indeterminación hago lecturas.
En ese caos preciso un instante —La Habana, año noventa
y sucesivos—y traduzco para un amigo estos versos:
hechos con una rara claridad que los condena
y los aleja de cualquier estética al uso.
Serán barridos hacia otro horizonte, lejos de la corriente.

Lo sé. Como sé que ninguna sustancia
escapa a la intensa gravedad de los agujeros negros.
Ni siquiera la luz.

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