Inventario de una expedición

José Manuel Espino

Monje de los carmelitas descalzos

Quién puede conmover el corazón de un monje
sino la transparencia del Señor
cuando caen las estrellas sobre el tejado.
Rantés dijo llamarse,
venir de muy lejos,
tanto que no se recuerda si se marcha o regresa
a esta ciudad reclamada por los puentes,
reclamada por héroes y traidores,
hermosos y tristemente hermosos,
los pájaros y la lluvia,
la infancia.

En su vigilia entrevé una pérdida irreparable, no puede precisar con exactitud, pero algo o alguien espera por él, en extramuros en las coordenadas fugitivas del sudeste.

Inútil interpretar el cántico:
El señor es mi pastor
nada me falta.
Me hace descansar en verdes prados,
me guía a arroyos de tranquilas aguas,
me da nuevas fuerzas
y me lleva por caminos rectos
haciendo honor a su nombre.

Porque Rantés es la oveja,
la única oveja blanca del rebaño,
ojalá no se enteren los cuchillos
y termine como la pobre oveja sacrificada

los ojos más allá,
la sangre dibujando un círculo sin retorno
entre la ceniza y el corazón de los asesinos.

Es demasiado tarde, nos dice,
amenaza el mar con devorarnos,
somos tan pequeños,
faltan en nuestro corazón Dios y los hombres,
y no bastará vociferar nuestra impotencia,
y no bastará simular consternación,
es demasiado tarde,
mañana seré un sueño,
un espejismo más.
Tú no vendrás por mi inocencia.
Yo no traspasaré el muro.
Moriremos orando el uno por el otro
Y sin abrazarnos.


rantés, alguien pregunta por los tristes…

rantés, alguien pregunta por los tristes
y ha dejado un mensaje para ti.
será que sin quererlo, descubrí
que pese al mundo y su dolor, existes.

llueve sobre matanzas, siempre llueve
y nadie te recuerda, presagioso,
hablando de los puentes y su acoso,
prometiéndonos un poco de nieve.

pero juro, rantés, que si alguien toca
sólo murmuraré que se equivoca.
rantés es una sombra que ha partido

y si insiste, diré que no haga ruido,
que el soplo de la nieve desconcierta
y quizás rantés viva en la otra puerta.


me llamo rantés y mi corazón es un muro…

me llamo rantés y mi corazón es un muro
en él los viajeros han maldecido a mi madre
la lluvia los pájaros que retornan a
estaciones más prósperas donde la santa
y yo recortamos nuestros miedos
poniéndoles nombres hermosos para que
obren de modo menos triste
hombres, os he amado,
estad alertas
son las palabras escritas sobre mi corazón
sobre el maldito muro que es un corazón
construido contra la fragilidad de los
hombres
levantado piedra a piedra contra uno mismo
al otro lado del muro podría estar usted
acechando por una historia que me conmueva
apara asegurarles a todos era una farsa
una vil farsa que mi corazón era un muro
los muros no lloran
los muros no deben odiar
un muro no puede morirse
al otro lado del muro está usted doctor
con la fascinación de quien prueba una mentira
sin aceptar que todo muro es propenso a
los derrumbes


Una visita al manicomio

Yo sé que a mi padre lo atormentaban
ciertas voces, algunos rostros
ocultos en la penumbra.

Quizás también yo
en medio de esa algarabía.
Su hijo amado y distante.
Su pobre niño al que las enfermeras
le daban palmadas sobre los hombros
para luego exclamar:
«Ya es todo un hombre».

Los ejércitos cruzaron
por encima de él.
Quedó alguna medalla y la cicatriz
que le permitía, prójimo de los héroes,
tratarlos de tú a tú.

Nunca nos sentamos juntos
a partir el pan
y conversar sobre las muchachas.

Nunca vimos caer las hojas
trazando en el parque apacible
nuestros torpes corazones.

Nunca compartimos un secreto.
Nunca.
Nunca.
Nunca.

Tiempo de visitas. Caja de música
recién abierta

de la que se aguarda el último compás.

Si todo se desvaneciera en el humo,
si nosotros fuésemos el humo:
tempestad y no cansancio,
tempestad y no amargura,
tempestad y no ausencia.

Aún me estremezco cuando alguien dice:
«Cómo se parece a su padre».


Estaciones para el Caballero de París

I
París es el anciano en la niebla.
Y la niebla el índice que escribe
su vapuleado nombre en el muro.
Por ese muro saltó su padre.
Por ese padre le siguen perros
y estaciones demasiado hostiles.
Oye tú la canción. Oye tú
su apacible indagar por las sombras,
sin comprender que ya es otra sombra
cegado en las calles de la Habana.
Eluard lo sedujo: Adiós tristeza.
Y le rasgó el manso corazón
pegándolo a un París sin final
y desmedidamente desnudo.

II
El Caballero pregunta a todos
por su figurilla, es decir, quiere
que le devuelvan el corazón
a pesar de levedades y
transparencias. Recóndito abismo
de encontrar la punzante dulzura.
A veces se le oye renegar:
“Buenos días tristeza, fiel pájaro
que recomienza el flechado vuelo,
todo lo que pasta a contraluz,
árbol y ahorcado, ciego y monedas,
siluetas que desdice el invierno,
migajas de pan sobre la boca,
magra resignación: Buenos días”.

III
Tristeza, lo has visto cruzar frágil,
tan desvaído y frágil que duele.
Quién le apaciguará la embriaguez
de remontar sus calles lejanas
adivinando sucias palomas.
Tú lo has visto dormir como un niño,
soñar como un niño suaves astros;
casi estatua de parques a oscuras
envuelto en la noche y sus mendrugos,
sin más audacia que algún París,
sin más audacia que una caricia
para nombrarte de modo afable.
Estás inscrita en las líneas del
cielo raso: Tristeza. Tristeza.

IV
Estás inscrita en los ojos que amo,
te desgajas tibia, tercamente
cuando los labios grises recuerdan
la avalancha de pureza atroz.
Descubres rutas a Saint Nazaire
porque la soledad es un fruto
y come paciente el Caballero
su ración de invierno y hervidura.
Tristeza. Tristeza. Pronto acoge
al guardián de cada finitud.
Criatura raída. Suerte de ángel.
Siempre que la ciudad cruza como
un mojado más nos preguntamos:
¿De dónde le calan tantas aguas?

V
El agua invade. La ira del agua
sobre el Caballero. Si llueve en
París, dóciles nos alarmamos.
Acaso pudiera naufragar
aquel sorprendido ante la luz
que apenas resiste la insistencia
de este verano sin latitudes.
El agua invade. Todo lo arrastra.
Arrastra escritos donde aseguran
la fiel candidez del Caballero.
“Noble anciano asfixiado entre lluvias
y aleteo de pájaros rudos:
Cautivo, no eres completamente
la miseria; aunque tal vez no escampe”.

VI
En la vendimia florecerá,
de tal milagro serán testigos
los humildes saltamontes rojos.
El Caballero intenta explicarse
la causa de su metamorfosis.
“Esto es cosa tuya, nadie en mí
advierte, Señor, una evidencia
de iluminaciones y bonanza”.
Aguarda. Sopla Dios sobre el mundo,
remueve las hojas y los hombres.
“Esto es cosa tuya, Señor, pues
los labios más pobres te denuncian”.
Cómo no asustarse de un anciano
floreciendo muy impúdicamente.

VII
Con una sonrisa oye al gorrión,
Edith Piaf, muchachilla extraviada
en las callejuelas, en los parques
sin auroras, en los túneles lóbregos.
Se tatarea la melodía
de quien emerge intacto a su mugre:
Ciudadanos del tizne y el vómito.
Ciudadanos del horror y el vértigo.
Ciudadanos del cieno y la fiebre.
No hay otro asidero que la noche,
porque allí se calienta el gorrión
con un trago de muerte y olvido.
Y canta canta canta. Feliz
de que hembra les nazca la ciudad.

VIII
Tras pobres mamparas está el mundo.
Más acá el Caballero sinuoso.
Cuán desprovisto ha de conmover
a ese París sin mapas ni brújulas,
acechante en las vagas imágenes
que han ido alimentando el delirio.
Delirio que le hace insistir: “Buenos
días tristeza, prójimo, alianza
de quien vocifera su belleza
a través de la mirada rota,
la huella de sangre y el espasmo”.
Siempre hay algo que retener, aunque
sea el terror de domesticar
la marea que sube en su contra.

IX
Espantado de las filigranas.
Espantado de la figurilla
y un corazón pegado en cualquier
sitio: Terriblemente espantado,
ha confundido al ave y la piedra,
la piedra y el agua de la fuente,
el agua de la fuente y sus llagas.
No recuerda su rostro, asegura
que alguna vez cenó como un príncipe.
Al volver para siempre se ha ido.
Resiste a París. Resiste por
encima de quienes gritan: Loco.
Loco. ¿Qué saben de su hermosura?
Pobre amor de los cuerpos amables.

X
El mustio Almendares sueña al Sena.
Quizás sólo le falten sus muertos
y los bohemios leyendo presagios
que se atreve a clarear la corriente.
Sus ojos se han borrado en el río
pero nada en el agua explica
al Caballero como un país
avanza en el pecho sin más límites
que duros escarceos del alma.
Furia con el poder del amor.
Furia arrasando cuanto antepone
el paisaje al impetuoso tránsito
de agua serpenteando pertinaz.
El mustio Almendares sueña al Sena.

XI
Y si París existió entresueños:
París con sus amantes y músicas,
persistente ardor que le acompaña,
ejército de figuraciones,
sinrazón que convierte en la cruz
donde habrá de agonizar, gozoso.
París existió y existió apenas
en la húmeda fragancia de rosas
delicadas y tristes como islas,
rompiéndose trágicas como islas.
Dejen al Caballero. Mejor
cuidar de que no se le despierte,
si con su amabilidad que surge
París existió mientras dormía.

XII
Caballos pasean en la noche
de París. Caballos se desbocan
hasta avasallar hoscos, fanáticos,
al elegido para celar
el tiempo en que estropicios esplenden.
Y París como un monstruo sin cuerpo
también se desboca. Áspero irrumpe
contra el vagabundo que se intriga
ante la celebración inútil.
Trampea París. París trampea.
Repite una y otra vez la coz;
más a cambio recibe un venablo.
Y entonces se sabe vulnerable,
más vulnerable que el aciago hombre.

XIII
En el sutil trasiego de máscaras
el vagabundo lamenta su
cordura. Presencia el carnaval
grotesco del mundo. Quizás ese
Pierrot sea Paul Eluard. Afuera
se prometen prodigios de humo.
Quizás por unos centavos alguien
le conceda al fin su corazón.
Pero exigen su inocencia, exigen
les invente un río rumoroso,
y un puente, también quieren un puente,
Ya entonces sólo piensa en morir.
Ojalá entendiese que la muerte
es otra cabeza contrariada.

XIV
Estuvimos en París y nunca,
nunca lo supimos. A pesar
de escuchar al órgano del ciego
las descompasadas melodías:
Música semejante a nosotros.
Estuvimos en París. Tal vez
aún somos ensueños del mendigo
dialogando con pájaros y árboles.
Buscaba su corazón de noria.
Buscaba alguna señal tardía
que asegurara las transparencias.
No hay perdón, tristeza hermoso rostro,
si entregó sus huesos a un París
de áureos tumultos, indiferente.


Borges y yo

Borges y yo nos soñamos en un tiempo quizás ido, zozobrantes por el ruido de la lluvia y sus reclamos.
Borges y yo nos odiamos en páginas casi muertas, tomando rosas inciertas del jardín que bifurcaba.
Borges y yo ante la aldaba de alguna ciudad sin puertas.
El que fue esa lluvia de oro, daba sus palos de ciego: Chuang Tzu, mariposa luego, Ulises sin más decoro que aceptar su propio azoro, la llanura, el asesino, una estatua en el camino, entrampamientos de cal, el tigre vasto y fatal, su marasmo repentino.
Yo le busco en la escritura, tardía forma en que asoma y se escapa en la paloma dejándonos la espesura.
Yo le busco en la blandura de Buenos Aires, traduzco su pecho lujoso, brusco entre imágenes macabras, malabar de las palabras. Yo le busco. Yo le busco.
Borges y yo/ larga ausencia.
Borges y yo/ torpes ojos.
Borges y yo/ qué cerrojos.
Borges y yo/ cuál demencia.
Borges y yo/ vil dolencia.
Borges y yo/ un ajedrez.
Borges y yo/ su avidez.
Borges y yo/ fiero puño.
Borges y yo/ fiel rasguño.
Borges y yo/ desnudez.
El pedía alguna gracia, soplaba el viento de averno y era Borges tan eterno, tan Borges, tan su falacia. La intemperie que se espacia lo vuelve un ciego perfil, lo confina a un tiempo hostil que llamarán la memoria, como lluvia provisoria rompiéndose en el cantil.
Yo fui aquel pez de Agrigento y el hombre que lo recuerda,
la cicatriz a su izquierda, el mar temeroso, lento; el tajo en la noche, aliento del azul en su impostura, para amansar la locura el naufragio por estampa, digamos que fui una trampa, ficciones, literatura.
Borges y yo, la sospecha de transcurrir en los días repasando melodías con el alma más deshecha.
Borges y yo, siempre acecha si el organillo prohíbe. No sabemos ya quién vive o quien muere de los dos, mas descubrimos a Dios que sin ojos nos reescribe.


A Fina

I
La dibujé dormida como un pozo
donde mueren pacientes las estrellas,
la concebí varada entre querellas,
argucias, levedades, tánto acoso.

Como recién sacada de la fragua
esplende ante los ojos del avaro,
ser isla es el modo acaso más raro
de soñar un país sobre las aguas.

Si quise definir su geometría
y se contuvo mansa ante la mar
toda su vaguedad es también mía.

En el alto esplendor de su pobreza
nada parece ya recomenzar
y aún me sobrecoge tal fijeza.


A Cintio

II
Avanza, sin que reconocer puedan
su prometida forma de sinsonte.
Otea desconfiada al horizonte,
reclama que los pájaros accedan.

Avanza, y en mi trémulo dibujo
todo padece el claro extrañamiento
de lo que impulsa atónito algún viento
y nos deja a merced del vasto flujo.

En cada línea escapa, se trastoca,
remueve la finísima marea,
el ángel de su nombre le sofoca.

Como un manual antiguo en su acechanza
el aliento de Dios fiel la rodea
y avanza dulcemente, siempre avanza.


Variaciones en viejas láminas

1
La madre arranca flores del agua. Perturbada por la lejanía mastica esas flores con la certeza de que sustentará a la familia.

2
Claudio y Estela se abandonan en la devastación del lecho.

3
Mario sueña con pájaros. No reconoce la dulce algarabía ni la estampida del vuelo.

4
Estela y Claudio se entrelazan como si fueran dos hermanos a quienes se les concede la mansedumbre de la desnudez.

5
José hace un plano del naufragio. Insiste en que podrá escapar de la celada. Aunque debe repasar cada detalle. Repartirse en la noche valeroso.

6
Claudio y Estela juegan a ser niños zarandeados por la tempestad y les duele crecer tan pronto.

7
Sobra un sitio en la mesa.

8
Estela y Claudio contravienen las palabras.

9
Mario se despierta entre pájaros y comienza a llorar la torpeza de unas alas.

10
Claudio y Estela se frotan desesperadamente, como maderos.

11
La madre recoge hierbas que apacienten cada fiebre, cada arañazo de la mar sobre los pechos.

12
Estela y Claudio no pueden aceptar que les sobrevendrá la estación de la bonanza.

13
José amaga contra la noche. Desea delimitar dónde comienza la familia y dónde el naufragio.

14
Claudio y Estela imaginan que aún les encontrarán vivos, desnudos, tristemente desnudos, pero vivos.

15
La Madre se afana en el álbum de familia. Sólo que no recuerda el lugar exacto de cada imagen. Se superponen cuerpos y memoria. Una vez resguardados los retratos ya puede morir.

No hay comentarios: